CapÃtulo 1
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El oráculo auguró desgracia. Rodeadas de una horda de marineros semidesnudos, doce gallinas negras rascaban las tablas del Poseidonia. Las cabezas de las aves se ladeaban con atención en todas direcciones. Tan solo ignoraban con el desdén propio de unas princesas ptolemaicas las migajas de pan que les habÃan echado.
La tripulación guardaba un silencio digno de una nave funeraria. Ninguno de los marineros se frotaba la piel curtida, tampoco hacÃa crujir los nudillos ni rechinaba los dientes. Todas las miradas estaban posadas en las gallinas, que, pese a ello, no se dejaban intimidar. Ufanas y tranquilas, pasaban por encima de la abundante comida esparcida sin picotear ni una sola miga.
Un hombre flaco, con la cabeza casi rapada, se apartó de la borda de la embarcación y rompió el cÃrculo del oráculo y el del silencio. TenÃa el rostro pálido como la espuma cuando se dirigió a gritos a la tripulación para que encerraran de una vez a las malditas gallinas en las jaulas. Pero nadie se movió para obedecer la orden.
En lugar de ello, un tipo robusto y de mirada penetrante se adelantó y cogió al flaco del brazo.
—Capitán, la desgracia ha caÃdo sobre nuestra nave. No debemos zarpar. —Señaló a las aves—. Las gallinas hablan el idioma de los dioses. Si levamos el ancla, la mar se volverá contra nosotros. Unas olas negras nos devorarán y escupirán nuestros cuerpos sin vida a la playa.
El capitán se desprendió de la mano del marinero.
—¡Silencio, remero! ¿Acaso crees que ignoro lo que significa que las gallinas rechacen la comida? Si yo tuviera el mando dejarÃa el barco anclado hasta la fiesta de Isis, aunque me costara un brazo.
»¡Huyamos! Ese Tauro ya encontrará otro barco para su funesta travesÃa a Oriente. ¡Mira a tu alrededor! El puerto está lleno de marinos que llevarÃan a los correos de Bizancio hasta el fin del mundo por tan solo medio sólido.
—Pero no hasta el Hades. —Una voz grave, procedente de la pasarela del barco, resonó por encima de las cabezas de la tripulación como si descendiera del Olimpo.
Apareció un hombre vestido con los intensos colores azul y rojo de los emisarios bizantinos, de los enviados del emperador. Si bien las rayas de la túnica que le caÃa hasta la pantorrilla apuntaban a su procedencia imperial, el chaleco era de origen persa. DebÃa de andar por la cuarentena. Su barba adornada con anillos, larga y negra, resplandecÃa tanto bajo el efecto del aceite de oliva como el largo cabello que embellecÃa la cabeza de ese esbelto varón. Sin embargo, lo que más fundamentalmente lo destacaba de los hombres del puerto era la cinta de color negro que llevaba en la frente y de la que colgaban unos flecos: un mandili como el que solÃan lucir los cretenses.
—¡Tauro! —El capitán inclinó la cabeza—. Subid al barco. El Poseidonia está a vuestra disposición.
—¿De qué me sirve un barco sin tripulación, trierarca? Tan poco como una casa sin esclavos, ¿no es cierto?
Los marineros, que por fin volvÃan a reaccionar, traspasaron a Tauro con la mirada. Crujieron los nudillos e hicieron rechinar los dientes corroÃdos por el aire salino como barcos hundidos en un banco de arena.
El capitán se pasó la mano por la cabeza casi calva y miró de reojo a sus hombres.
—No una casa, sino un palacio será para vos el Poseidonia. ¿Quién necesita esclavos si tiene prÃncipes a su servicio? Por favor, subid a bordo, Tauro.
Este señaló a las aves con un dedo ensortijado.
—Lo que vosotros llamáis palacio es un gallinero. ¿Tendré que incubar huevos durante el viaje?
—Es el oráculo de nuestro barco. Las gallinas rechazan la comida. Eso anuncia infortunio. Es el motivo de que la tripulación esté tan nerviosa.
—¿Un oráculo con gallinas? Bien, si los animales no quieren comer y eso representa un problema, yo mismo os ayudaré. —El bizantino subió a bordo de un salto y con dedos ágiles cogió una apática gallina. El ave protestó con un cacareo—. ¿Se os ha ocurrido pensar que vuestras gallinas no comen porque tienen sed? —Sin esperar respuesta, arrojó a la dársena la gallina, que describió un elevado arco en el aire.
La tripulación se precipitó a estribor, algunos vociferando de rabia, otros gritando órdenes a la gallina, que se ahogaba rápidamente. Pero el desesperado animal ni las entendÃa ni las obedecÃa, agitaba enloquecido las alas, facilitando asà que el agua penetrase aún más deprisa entre su plumaje.
Cuando uno de los remeros saltó por la borda para salvar al animal, ya era demasiado tarde. El ave se habÃa ahogado. Colgaba de la mano del hombre como un alga negra.
—¡Y ahora a los remos, redentores de gallinas! —La voz de Tauro se alzó por encima de la furiosa tripulación—. De lo contrario, lo que queda de corral también acabará nadando. ¡Y vosotros igual! Vale más que os preparéis con vuestras gallinas un oráculo de sopa para no volver a distraer a los enviados del emperador de sus importantes negociaciones. ¡Por el lago de fuego que arde con azufre! ¿Dónde se ha metido mi compañero? —Con un gesto de desprecio, Tauro se sacudió una pluma de gallina del hombro.
Unas maldiciones en egipcio resonaron desde el muelle, donde el remero acababa de salir del agua. Las gotas que caÃan del cuero se mezclaban con las lágrimas que se deslizaban por su rostro cuando volvió a subir al barco. En sus manos yacÃa marchito el cadáver de la gallina ahogada que tendió a Tauro.
—Esta gallina —empezó a decir— la traje yo mismo de Delfos cuando todavÃa no era más que un polluelo. Ella, al igual que sus hermanas, era una de las favoritas de la mismÃsima pitonisa del oráculo de Delfos. Ante mis propios ojos bendijo la vidente a esos animales siguiendo la voluntad de Apolo, el hijo de Osiris. A una gallina asà no se la arroja sin más por la borda. —Las últimas palabras recordaban al gruñido de un perro.
El de Bizancio se volvió pausadamente hacia el egipcio.
—Una tragedia. Pero tus problemas acaban de empezar.
Unas pequeñas olas mecÃan la embarcación con un golpeteo.
Tauro miró adusto al remero.
—Hace más de ciento cincuenta años que el emperador Teodosio silenció el oráculo de Delfos. Ya habÃa oÃdo decir que allà siguen conservándose en secreto los antiguos ritos. Si es verdad que has estado en Delfos y que has participado en el culto a los Ãdolos, has violado las leyes y debes ser castigado, y con mayor severidad que tus diabólicas gallinas. Porque ellas al menos no son tan cretinas como para confesar un crimen al hermano del emperador sin un interrogatorio previo. ¡Y ahora, al trabajo, antes de que llame a la guardia del puerto!
El egipcio dejó caer la mano con el cadáver de la gallina. Dudó un momento y después lanzó el fardo de nuevo a la dársena.
—¡Mirad! —exclamó en ese momento el capitán—. Las gallinas están comiendo. Los dioses serán benignos con nosotros.
En efecto, las aves estaban picoteando en la cubierta. Pero lo que desaparecÃa entre sus picos no era la comida que les habÃan echado los marineros. ComÃan gusanos y babosas que se retorcÃan entre las tablas del barco. Una de las gallinas sostuvo triunfal en el pico un grueso limaco y se alejó de allà con el botÃn para poder engullirlo sin que la molestaran. Extasiada con su presa, casi tr