Prólogo
Passitea tenÃa los ojos muy grandes y de un color tan cálido que recordaba la miel silvestre. ParecÃan ocupar casi por entero su pequeño semblante de delicados rasgos, incluso frágiles. Sin embargo, pese a su complexión menuda, revelaba de manera inequÃvoca una resistencia obstinada.
Cuando MarÃa la vio se quedó fascinada.
HabÃa llegado en carroza desde el Palacio Pitti, en el distrito de Colonna, cerca de la iglesia de la Annunziata, en los alrededores de la casa que el propio Médici habÃa concedido a Passitea y a sus dieciocho compañeras.
Expulsada de Siena por haber intentado fundar su propia orden de religiosas, aquella mujer pÃa y dulce habÃa obtenido todo el apoyo de Florencia. Y ahora tan solo intentaba hacerse con un monasterio donde llevar una vida santa y misericordiosa, castigando la carne y ayudando a las almas perdidas de hombres y mujeres.
Y solo Dios sabÃa cuánto se necesitaba en aquellos tiempos aciagos, gobernados a hierro por el dinero, la traición y el engaño.
MarÃa la miró largamente, incapaz de apartar la mirada: Passitea vestÃa solamente un atuendo de arpillera. La tela estaba gastada, hasta el punto de dejar trasparentar las llagas rojas que se marcaban en sus flancos, en los puntos en que se autoinfligÃa profundas heridas con espinas y cadenas, agudizadas por el vinagre caliente que hacÃa que sus compañeras le aplicasen para mantener vivo el recuerdo del dolor y de la expiación.
Aquel sufrimiento, no obstante, no parecÃa doblegar de ningún modo su firme atención hacia los demás. Se dijera que, al contrario, parecÃa exaltar aquella actitud. Por un instante MarÃa estuvo segura de identificar un aura impalpable que la envolvÃa y se alejaba en lenguas claras hacia la luz pálida que se filtraba por los ventanales del gran salón.
MarÃa estaba segura de que eran el rigor y la disciplina lo que alimentaban aquella aura.
Passitea se le acercó. La tomó de las manos.
MarÃa sintió los finos dedos, frÃos como el alabastro, que se entrelazaban con los suyos. No rechazó aquel contacto que se presentó tan natural y amable a su corazón.
No hubiera sabido explicar por qué, pero habÃa algo que iba más allá de la dimensión terrenal en aquel encuentro.
Passitea tenÃa un don natural, una rara capacidad de comprender las penas ajenas, sin tener que pronunciar una sola palabra. Sin embargo, MarÃa se dejó ir y explicó el motivo de aquella visita. TenÃa el corazón transido de emoción y el silencio la hacÃa sentir incómoda. Abrirse a aquella mujer era todo lo que necesitaba.
—He venido porque tengo miedo, madre. Temo por mi futuro. —Pero no halló la manera de acabar porque Passitea le puso el Ãndice delante de la boca.
MarÃa obedeció a aquel gesto, como si una fuerza sobrenatural le hubiera robado los pensamientos y la voluntad. Se dejó guiar por aquella mujer tan singular hacia dos pequeños taburetes de madera.
Todo en aquella gran sala vacÃa estaba marcado por el signo de lo esencial al desnudo. El mármol claro del suelo parecÃa querer devolver el aire frÃo de noviembre. Las velas, aprisionadas en el hierro de los candelabros, estaban apagadas, a fin de que la luz artificial quedara desterrada de aquel lugar.
Aparte de los taburetes, un reclinatorio era el único mueble presente. En las tablas se distinguÃa con claridad una aureola de color vino, que hablaba más que mil confesiones, de la sangre que Passitea debÃa de haber derramado en las horas de penitencia y plegaria.
MarÃa tomó asiento en el taburete.
Frente a ella, Passitea cerró los ojos. Con las manos apretaba el gran crucifijo de madera que le colgaba en el pecho.
―Mi dulce amiga —dijo la pÃa mujer—, veo en vuestro rostro una preocupación que os devora, pero tenéis que tener confianza. Haced acopio de paciencia y no os angustiéis por vanas dudas, porque yo veo con claridad vuestro futuro.
—¿En serio?
MarÃa la miraba estática. Y también llena de miedo, puesto que, cuando Passitea volvió a abrir los ojos, detectó en su mirada una luz tan intensa que casi le cortó la respiración.
Si no hubiera tenido una confianza ciega en ella, habrÃa considerado a aquella mujer, sin lugar a dudas, una fanática.
—Fiaos de lo que os digo, amiga mÃa.
Sin añadir nada más, Passitea mantuvo los ojos en los de MarÃa, como si al mirarla pudiera explorar su alma. Y, probablemente, era asÃ. Es más, MarÃa no tenÃa ninguna duda de que era asÃ.
—Sois tan hermosa —dijo Passitea—, vuestros ojos, sinceros; vuestra piel, blanca como la nieve; esos cabellos castaños de un color tan intenso que ciega la vista de los que los contemplan... Y, sin embargo, eso no son más que leves baratijas de la vanidad, ¿lo entendéis? Tenéis que tener fe, MarÃa, abandonaos a lo que nuestro Señor ha decidido para vos. Dejad de angustiaros con preguntas inútiles. Mejor preguntaos cómo podéis servirlo y preparaos para celebrar su gloria.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó MarÃa de Médici.
—Pasad más tiempo orando. Visitad a quienes os necesitan, a los últimos, a los que ni siquiera saben de qué vivir.
MarÃa inclinó la cabeza, en señal de contrición. Passitea tenÃa razón.
Estaba muy preocupada por su futuro, tan incierto. Su tÃo Ferdinando le habÃa prometido un magnÃfico matrimonio, pero el tiempo pasaba, y ella, con veintidós años, estaba todavÃa sola. Y, a pesar de su innegable belleza, parecÃa que nada iba a poder cambiar aquella situación.
—¿Por qué nadie me quiere? —murmuró con un hilo de voz.
Esa pregunta se escapó de sus labios, desgarrada casi por aquella sensación de insuficiencia que de vez en cuando la agredÃa como una enfermedad violenta.
Se arrepintió de inmediato de tales palabras porque se advertÃa en ellas el egoÃsmo y la vanidad.
Pero Passitea no se inmutó.
Le puso el dedo en el mentón y le levantó la cabeza. Luego la miró de una forma sorprendente.
Fueron las palabras que pronunció las que produjeron escalofrÃos a MarÃa.
—Preparaos para ser la reina de Francia, puesto que, como que me llamo Passitea Crogi, lo vais a ser. Pero que vuestro corazón no se regocije demasiado, ya que el poder terrenal corrompe el corazón de los justos y la riqueza arruina el alma.
FEBRERO DE 1601
1
La idea de Leonora
—Os digo que me odian. Todos, sin excepción. Ya sé que carezco de esas patentes de nobleza que aquà parecen indispensables. Pero os prometo que, si os ponéis de mi parte también en esta ocasión, os seré fiel hasta la muerte, reina mÃa.
Leonora Galigai tenÃa la voz temblorosa de rabia. MarÃa de Médici le daba la espalda, con la mirada aparentemente perdida más allá de las ventanas lúgubres del Louvre, que se volvÃan más oscuras ante el cielo plomizo de aquel invierno que parecÃa no terminar nunca.
La luz lÃvida conferÃa tristeza pintada de sombra a la sala en la que se encontraban. Los muebles oscuros y pesados, las estanterÃas casi vacÃas. Aquel palacio estaba tan lleno de recuerdos funestos que quitaba el aliento. Era como si los soberanos anteriores no hubieran hecho nada para eliminar a los fantasmas de las tragedias que se habÃan consumado allá. Quizás albergaban el terror secreto de alterar un aterrador orden establecido. Al menos mil vidas se habÃan roto allÃ, en el transcurso del tiempo, y un destino de angustia y sufrimiento parecÃa ser todo lo que le esperaba a quien hubiera osado oponerse.
—No tenéis ni siquiera que decirlo, Leonora. Lo sé perfectamente. —MarÃa no se volvió. Su gran figura, que se intuÃa de una belleza majestuosa, escultural, se recortaba contra la luz sanguinolenta de las candelas—. Y creedme —prosiguió la reina—, no tengo ninguna intención de dejarlo correr. Sois mi dame d’atours y no me importa en absoluto si incluso mi marido a veces se queja de que ese papel tenga que asumirlo la vizcondesa de Lisle. —Al decirlo, MarÃa dejó escapar un suspiro—. Se acostumbrará a la idea. Yo no cedo, Leonora, de eso podéis estar segura.
—Os lo agradezco, sé cuánto estáis luchando por mÃ, y os prometo que cada gesto de afecto que me concedáis os lo devolveré multiplicado por diez.
MarÃa se volvió hacia Leonora. Sonrió. Los dientes blancos y regulares brillaban como perlas. TenÃa un semblante fascinante, de rasgos simples, pero extraordinariamente hermosos, realzados por un tocado que recogÃa su fluida melena, enmarcándolo con una diadema de piedras preciosas. Miró a Leonora y a sus ojos negros como la tinta, esa expresión de su rostro que valÃa más que mil palabras.
—No tengo dudas. Hemos crecido juntas, ¿lo recordáis? ¿Y podrÃa yo, según vos, echar a perder un pasado como ese por las peticiones arrogantes de un puñado de nobles franceses? Porque, entonces, ¿con qué atrevimiento se me pide que renuncie a vos? ¿Os parece sensato que el hombre que me traiciona con una zorra como esa tal Henriette d’Entragues tenga el valor de pretender que yo abandone a la única persona en la que tengo una confianza absoluta?
Leonora se regocijó en e