La luz del dÃa empezó a desaparecer de la habitación roja. Eran más de las cuatro y las nubes de la tarde habÃan dado paso a un oscuro crepúsculo. OÃa el ruido incesante de la lluvia contra los cristales y los aullidos del viento procedentes del salón. El frÃo fue penetrando en mi cuerpo, y con él se mitigó el valor. Volvà a caer en mi talante habitual: humilde, inseguro y triste, mientras se apagaba en mà todo signo de enojo. Si todos decÃan que era mala, tal vez tuvieran razón.
CHARLOTTE BRONTË, Jane Eyre
Por allá van y gimen,
muertos en pie, vidas tras de la piedra,
golpeando la impotencia,
arañando la sombra
con inútil ternura.
No, no es el amor quien muere.
LUIS CERNUDA
Prólogo
Barcelona, 1914
Nadie deberÃa saber la fecha de su propia muerte, le habÃa dicho el cura de la cárcel, como si la injusticia de la ejecución no radicara en el hecho en sà sino en conocer de antemano los detalles concretos que la definÃan. El dÃa, la hora, el lugar. El garrote. Ésas son cosas que sólo atañen a Dios, habÃa añadido; ni a ti, ni a mÃ, ni al verdugo ni al juez. Luego, cuando el padre Robà se dio cuenta de que sus palabras podÃan ser malinterpretadas en unos años donde por todas partes se suscitaban sospechas de anarquismo, se corrigió apuntando en tono resignado que algunos actos, por su especial carácter aberrante, merecÃan que los hombres usurparan esa prerrogativa divina y aplicaran la penitencia con todo su rigor. En ningún momento habÃa prestado atención a sus protestas de inocencia, a su insistencia en que no habÃa cometido aberración alguna más allá de gozar de un cuerpo vivo que se le ofrecÃa con el pudor que cabÃa esperar en una mujer joven y de buena familia. De hecho, para ser sinceros, cuando le habÃa llegado la hora de confesarse al capellán, esas reivindicaciones ya habÃan perdido fuerza, como si incluso él hubiera dejado de creerlas y fueran simples palabras sin sentido de una letanÃa memorizada. Como los rezos de la iglesia. Y es que, en realidad, desde que encontró el cadáver de Clarisa, él comprendió que nadie iba a creer su versión y adivinó que la muerte que deformaba los rasgos de su joven amante era una peste contagiosa que pronto se apoderarÃa de los suyos. Despertó al anochecer, después de una tarde de goce y un rato de sueño profundo y satisfecho; sintió el roce de un cuerpo que habÃa amado hasta la extenuación y se incorporó un poco para observar cómo dormÃa, buscando la paz que nos embarga al contemplar el reposo de nuestros seres queridos. Decidió que una mujer como aquélla, que se habÃa entregado a él por primera vez unas horas atrás, merecÃa un regalo que alegrara su despertar exactamente igual que la visión de su rostro dormido animaba el suyo. HabÃa visto un huerto con flores de camino a la pensión y decidió salir sin hacer ruido para coger unas cuantas y depositarlas en el lecho.
Regresó un rato después, con las flores en la mano, y rodeó la cama para dejarlas sobre las sábanas aún calientes. No llegó a hacerlo, pues en la parte que antes ocupaba él se habÃa formado una mancha roja y espesa; entonces lo vio, descubrió el tajo que arañaba el cuello de Clarisa, la sangre que formaba una mancha impúdica sobre la sábana. Los ojos abiertos, yermos, inmortalizados en una expresión de horror y sorpresa, y aquel pajarillo obsceno y ajado que le salÃa de la boca. Soltó las flores en el suelo y ahà quedaron, un regalo de amor convertido en desordenada corona fúnebre.
Huyó, claro; no pudo evitar que la repugnancia venciera al cariño. Deseó alejarse del roce de aquel cuerpo muerto que parecÃa invocar su propio final de una manera inminente. Durante muchos dÃas y noches corrió y se escondió, hasta que lo atraparon los guardias civiles. La primera bofetada le convenció de que su historia, por alto que la gritara, nunca serÃa escuchada, y se resignó a los golpes, las patadas y los insultos. Lo que no pensó hasta que el juez dictó la sentencia y se vio solo, en la celda, esperando que llegara el dÃa de la ejecución, fue el terror que le acompañarÃa en esas noches solitarias, las sombras que revoloteaban por las paredes como pájaros negros, susurrándole amenazas o riéndose de él; los murmullos que se colaban en sus sueños febriles, aquellos en los que se veÃa caminando con paso firme y enfrentándose a un verdugo. A veces ese hombre tenÃa una cara que le resultaba vagamente familiar; otras era un completo desconocido o un ser deforme, de esos que sólo se ven en las ferias de los pueblos. En todos los casos, él se sentaba y sentÃa cómo el collar de hierro le amordazaba el cuello. Siempre despertaba en ese momento, un segundo antes de que el verdugo girara el tornillo con todas sus fuerzas. Tumbado en el camastro, aterido de un frÃo que nacÃa en su interior, se esforzaba por disipar los miedos siguiendo los consejos del cura. «Cuando te asalte la inquietud —le habÃa dicho una tarde—, evoca los mejores momentos de tu corta existencia.» Y eso hacÃa, o cuando menos lo intentaba.
Buscaba en su mente imágenes de su infancia en el pueblo, las guerras a pedradas, el sol de la huerta de Murcia, tan distinto al de la calle estrecha de Cornellà donde Padre los habÃa trasladado doce años atrás, cuando él tenÃa sólo siete. HabÃa tenido la impresión de que el mundo se habÃa empequeñecido de repente, aunque nadie podÃa negar que comÃan mejor o al menos con más regularidad. A cambio, muchos dÃas, se asomaba a la ventana pequeña, sacaba por ella medio cuerpo y contemplaba los campos, tan distintos y al mismo tiempo tan parecidos a los que habÃa dejado atrás. PermanecÃa asÃ, casi suspendido sobre el alféizar, hasta que Madre lo agarraba del cuello y lo arrastraba para dentro sin contemplaciones. Luego, arrepentida, le daba pan con aceite y azúcar y le contaba historias de ese pueblo que su memoria infantil empezaba a olvidar. Él nunca habÃa vuelto allÃ; su hermano menor sà lo hizo, porque cayó enfermo y Madre habÃa ido a dejarlo con los abuelos. Ya en esos dÃas habÃa pensado que, de los dos, y a pesar de que la salud débil del pequeño indicara lo contrario, era él quien cargaba con la mala suerte. HabrÃa dado cuanto fuera por irse de aquel piso, tan distinto de la casa con patio y corral donde habÃa vivido durante sus primeros años. No se le habÃa pasado por alto que Madre habÃa tardado bastante en regresar y que, cuando por fin apareció, su rostro parecÃa haberse ensombrecido, como si la luz hubiera quedado definitivamente atrás, prendida de los ojos de aquel niño que habÃa quedado lejos, al cuidado de los abuelos. A partir de entonces fue ella la que se asomaba a la ventana y su mirada vagaba perdida, oteando el horizonte, como quien aguarda con obsesiva insistencia la llegada de alguien.
Los murcianos, los llamaban, y era verdad que con el tiempo habÃan ido llegando otros, del mismo pueblo o de otros cercanos, parientes y amigos, expulsados por la dureza del campo, animados por la perspectiva de un futuro mejor. La Siemens, la fábrica, necesitaba gente, y allà trabajaba su padre desde su apertura, hacÃa cuatro años, y allà habÃa trabajado también él en los últimos tiempos hasta que pasó lo de Clarisa. No, no eran los momentos en la fábrica los que querÃa recordar en esas noches pavorosas en la celda. Ni tampoco a Clarisa. Ya no. Porque pensar en ella era verla muerta. Como a Madre, a la que encontraron un dÃa caÃda en la calle, justo debajo de la ventana abierta. «Se habrá mareado», dijeron. Le ha dado un vahÃdo mientras tendÃa la ropa. Pero él sabÃa bien que habÃa que sacar medio cuerpo para caer al vacÃo y que su madre tenÃa que haberse encaramado voluntariamente a la ventana para terminar en el asfalto, maltrecha como un tiesto roto.
Lo único que le quedaba para eludir la imagen del garrote que surgÃa cual fantasma en los rincones de la celda era la playa. El mar. Lo habÃa visto por primera vez a los once años, y se habÃa quedado en la orilla, temeroso ante un oleaje furioso. Nunca habÃa aprendido a nadar. A sus padres les daba miedo y no lo dejaron pasar más allá de donde las olas se fundÃan con la arena.
SÃ, aquel dÃa de verano, el momento en que descubrió que el cielo y la tierra se enlazaban en un horizonte lejano, era el recuerdo al que aferrarse en aquella celda oscura. Intentó cerrar los ojos para verlo, oÃr su arrullo, aspirar su olor, pero sólo lo consiguió a medias. VeÃa un manto azul, sÃ, pero por alguna razón se le aparecÃa Clarisa flotando en él, dejando una estela de sangre sobre la espuma blanca. VeÃa peces boqueando en un cubo grande, como el que usaban los pescadores, y los conejos que su madre mataba de un machetazo en la cocina, y flores que se pudrÃan en cuanto las cortaba. La muerte corrompÃa incluso los buenos recuerdos. Le acechaba, le rondaba durante el sueño y durante la vigilia, le asediaba en las charlas con el cura, que insistÃa todas las tardes en que se arrepintiera de corazón para asà asegurarse un espacio en el cielo. «¿Estará allà Clarisa?», preguntó él, y el hombre habÃa vacilado un segundo antes de afirmar que esa pobre muchacha habÃa muerto de una manera tan horrenda, sin tener tiempo a poner en paz su alma, que tal vez debiera pasar por el purgatorio para expiar sus pecados.
Nadie deberÃa saber la fecha de su propia muerte, se repitió él, a pesar de que en su caso no podÃa olvidarla. Y por fin el dÃa llegó. El sacerdote insistió en acompañarlo esa última noche y él lo agradeció. HabÃa pedido ver a su padre, en vano, y tampoco lo echaba de menos. El cura, quizá para entretenerle, quizá simplemente porque el tema le interesaba, le habló de Francisco Fernando, el heredero del trono austrÃaco que habÃa sido asesinado «cobardemente» junto con su esposa, embarazada, unos dÃas antes. Al parecer los periódicos no se hacÃan eco de otra cosa. Del crimen y de la Mano Negra, el grupo serbio que habÃa organizado la matanza fatal. «¡Dios sabe qué pasará ahora!», se lamentaba el padre RobÃ, y él pensaba en Austria, en Serbia, en todos los lugares de los que no habÃa oÃdo hablar y a los que ya nunca irÃa porque en cuanto amaneciera irÃan a buscarlo para llevarlo al patio. Y el verdugo lo sentarÃa y le colocarÃa aquella argolla de hierro al cuello y luego girarÃa el tornillo, y el punzón le atravesarÃa las vértebras y esa vez ya no conseguirÃa despertar. «¿Moriré mañana?», preguntaba sin cesar, buscando una respuesta que tampoco deseaba oÃr.
La realidad siempre es mucho menos digna que los sueños. Cuando se abrió la puerta de la celda, él llevaba horas acurrucado en el camastro, hecho un ovillo, sollozando en silencio como un crÃo. El cura, agotado a pesar de su buena voluntad, habÃa echado una cabezada y se sobresaltó al oÃrlos entrar. «¿Ya?», preguntó. La respuesta era tan obvia que nadie se molestó en dársela. Él sabÃa que debÃa levantarse, aunque las piernas se negaban a obedecerle. Necesitaron cuatro guardias para incorporarlo, y luego retenerlo, porque esos miembros inertes parecÃan haber cobrado vida de repente y actuar por su cuenta, repartiendo puñetazos y patadas al aire, mientras alguien dentro de él gritaba con una voz ronca que partÃa el alma que no, que no era culpable, que no querÃa morir. Que él la amaba y que nunca le habrÃa hecho daño. Que no tenÃa ni veinte años.
Las lágrimas se le mezclaban con los mocos y con la saliva, y más que nunca el padre Robà pensó que algo estaba mal en este mundo y tuvo que recordarse que el propio Dios hablaba del ojo por ojo, aunque la frase sonara absurda ante aquel chico rubio que casi sacaba espuma por la boca y que sorprendentemente consiguió zafarse de sus captores, se echó a sus pies, se agarró a sus piernas y hundió el rostro en su sotana, manchándola de lágrimas calientes y sudor frÃo. Fueron sus ojos los que vio el sacerdote entonces, y por primera vez se fijó en que los tenÃa de un azul grisáceo. No habÃa forma humana de separarse de aquel cuerpo joven que lo usaba de tabla salvavidas, con la desesperación del náufrago, mient