1
Una lÃnea de luz habÃa ido deslizándose por el suelo hasta alcanzar el montón de hojas de papel. Eso significaba que uno de los últimos dÃas de ese verano estaba terminando, o comenzaba, Él ya no lo sabÃa. Durante una época solÃa jactarse de que podÃa dormir siempre y en todos los sitios, sólo tenÃa que cerrar los ojos y un instante después el mundo diurno terminaba. Pero en ese momento llevaba dos dÃas sin dormir, y se preguntaba si alguna vez recobrarÃa esa capacidad suya. Las hojas de papel se habÃan ido acumulando a sus pies en las últimas horas; habÃan caÃdo más o menos cerca dependiendo de la fuerza con la que Él las habÃa arrancado y arrojado. Ya no sabÃa si habÃa comenzado ese dÃa o el anterior, pero la idea le habÃa parecido magnÃfica: arrancarÃa una de cada dos hojas de todos los libros que quedaran en el apartamento y después volverÃa a ponerlos en su sitio, como si nada hubiese pasado. Ella se habÃa llevado sus cosas cuando Él estaba fuera pese a que le habÃa pedido que lo hiciera en un momento en que ambos estuvieran en la casa. Pero Ella —que siempre habÃa sabido más y mejor qué era lo que a Él le convenÃa, o lo que más se adecuaba a su naturaleza— habÃa querido ahorrarle la escena —y de paso ahorrársela a sà misma, por supuesto— y se habÃa llevado sus cosas en su ausencia. ¿Quién habÃa dicho que el amor es un ladrón silencioso? No podÃa recordarlo ni le importaba. Ella no se habÃa llevado todas sus cosas, sin embargo —Él suponÃa que no tenÃa aún dónde ponerlas—, y habÃa dejado sus libros junto con los suyos, en las estanterÃas del apartamento.
A Él la idea de compartir la biblioteca no le habÃa parecido la mejor ni la más conveniente, no por una sensibilidad excesiva frente a la propiedad privada —aunque, desde luego, solÃa ser muy celoso de sus cosas—, sino más bien debido a que sabÃa que tenÃa una cierta compulsión a quedarse con los libros de los otros. No era un ladrón, por supuesto. Pero habÃa notado que en un par de rupturas anteriores se habÃa hecho sin quererlo con libros que habÃan pertenecido a sus novias. No muchos, ni siquiera los que ellas le habÃan regalado —y que, tiempo después, le habÃan hecho pensar que nunca lo habÃan conocido realmente—, sino libros que habÃan sido de ellas y que Él nunca les habÃa devuelto. Un pensamiento lo reconciliaba consigo mismo, a veces: que si ellas no habÃan notado su ausencia, si no le habÃan reclamado los libros ni le habÃan reprochado que se los hubiera quedado, era porque, en realidad, y de forma profunda, ellas no los necesitaban, o no los necesitaban tanto como Él, que tampoco los necesitaba en absoluto. Al final, ante el acontecimiento de la separación y de los terribles cambios que habÃa suscitado y todavÃa iba a provocar, ningún libro era necesario, pensaba en ese momento. Una vez, sin embargo, al comienzo de su relación, Ella lo habÃa tomado de la mano sorpresivamente y lo habÃa conducido al interior de una librerÃa frente a la cual habÃan pasado cuando regresaban de almorzar; se habÃa detenido ante una de las estanterÃas y se habÃa quedado mirando los libros con la expresión seria y reconcentrada que Él le habÃa visto ya en alguna ocasión y que volverÃa a ver —y a amar— durante los cinco años siguientes, y a continuación habÃa ido extrayendo de los anaqueles seis, siete libros que le habÃa puesto en las manos sin decir una palabra. Al salir de la librerÃa, después de que Ella pagara, se los habÃa entregado diciéndole: «Los necesitas». Pero Él —se decÃa— ya no podÃa afirmar por qué Ella creÃa que Él necesitaba esos libros ni cuáles habÃan sido, aunque lo recordaba perfectamente. De hecho, se acordaba muy bien de todo, lo cual constituÃa un problema dadas las circunstancias. La mitad de las páginas de los libros que Ella le habÃa regalado reposaba en el suelo ya, separada del resto mediante el procedimiento de arrancar una de cada dos hojas, en lo que le parecÃa que era la forma más apropiada de repartir los bienes: si pudiera —pensaba—, cortarÃa también por la mitad la cama, la mesa, cada una de las sillas, las estanterÃas, las lámparas, los vasos, los platos, el fregadero, las plantas. DebÃa de haber una forma de separar también los recuerdos, de modo que, de todo lo que habÃan hecho juntos y les habÃa sucedido, Él sólo se quedara con la mitad para que le fuese más liviana la carga. Desde luego hubiese sido mejor que Ella no lo dejara, pero eso ya habÃa sucedido y Él —que alguna vez se habÃa jactado de tener una extensa vida amorosa previa a la aparición de Ella pese a que sólo habÃa tenido dos parejas y, en ambos casos, por no demasiado tiempo— habÃa descubierto, repentinamente, que no sabÃa cómo seguir adelante, que Ella se habÃa llevado, también, las instrucciones para hacerlo. Afuera habÃa calles y edificios y terrazas que debÃan de resplandecer con rabia al comienzo o al final del que era uno de los últimos dÃas de ese verano. Más allá, pasando las sórdidas urbanizaciones, debÃa de haber enormes espacios desiertos y los prados de los que hablaban los poetas y los enamorados, pero Él lo creÃa imposible y ya no albergaba esperanzas de volver a ver todo aquello algún dÃa. Pensaba en Ella, o más bien la sentÃa; mejor dicho, sentÃa su ausencia y la forma en que pesaba sobre Él desde el dÃa anterior y pensaba que, si Él fuese un ladrón, un ladrón reputado y eficacÃsimo, robarÃa su ausencia y la arrojarÃa al mar para que nadie pudiese continuar padeciéndola, mucho menos Él. Pero no era un ladrón, por supuesto: pasaba una hoja y arrancaba la siguiente y continuaba asà libro tras libro, intentando no pensar en lo que hacÃa, sabiéndose vÃctima de un dolor tan profundamente paralizante que no le permitÃa siquiera continuar llorando, sintiéndose solo por primera vez en mucho tiempo, hablando solo, tratando de recordarse a sà mismo —sin conseguirlo por completo— que no todo aquello que habÃan dispuesto que permaneciera unido se habÃa roto y se habÃa separado como las hojas que arrancaba de los libros y yacÃan a su alrededor, en el suelo, poco antes de que Él las recogiera y las arrojara a la basura.
2
Ya estaba por completo despierta cuando su amiga atravesó la puerta y la cerró suavemente para dejar el apartamento; habÃa despertado mucho antes, en el instante en que D. se habÃa sentado a la mesa de la sala y habÃa comenzado a desayunar fingiendo que su amiga no estaba allÃ. Ella habÃa preferido simular que continuaba durmiendo porque de otro modo hubiesen tenido que empezar a hablar y hubieran acabado abordando la razón por la que estaba allÃ, en el apartamento de