1
Anne
Imagina que pudiéramos ver el daño en nuestro interior. Imagina que se viera por dentro como el contrabando en los escáneres del aeropuerto. ¿Qué se sentirÃa al pasear por la ciudad con todo a la vista: todo el dolor, todas las traiciones y las cosas que nos restan valor, todos los sueños rotos y los corazones destrozados? ¿Qué se sentirÃa al ver las personas en que nuestras vidas nos han convertido? Las personas que somos, bajo la piel.
Me pasó por la cabeza cuando te vi en las noticias, hace un momento. Te reconocà enseguida. «Una persona muy normal —decÃan—. No puedo creer que alguien asà pudiera hacer algo tan espantoso.»
Cuando esta tarde recibà el mensaje de Barbara Campbell que me pedÃa que encendiera la tele para ver las noticias, no terminaba de entender por qué. Las noticias estaban llenas de lo mismo de siempre: de la lucha por el poder entre los republicanos, del precio del petróleo, de Siria, de
Rusia. Nada era especial para mÃ. Me pregunté si Barbara empezaba a mostrar signos de senilidad. Se jubiló hace ya
bastante, asà que es posible. Luego recordé que, al vivir en Inglaterra, se referÃa a las noticias británicas. En fin, eso me dejó descolocada. Al final, tuve que llamar a Shannon y ella se pasó por casa tras salir del trabajo. Me lo arregló en cinco minutos al conectar un cable de mi portátil al televisor para poder ver la BBC en directo.
Esperé a que Shannon se fuera para encenderlo. Antes de salir, me abrazó largamente, fiel a su costumbre, y se lo agradecà de nuevo. Muchas hijas repudian el contacto tan estrecho cuando crecen, tal como hice yo cuando aprendà a reconocer en el jersey de mi madre el olor tan caracterÃstico del licor que habÃa bebido la noche anterior. Los padres siempre decepcionan a sus hijos, es parte de nuestro papel. Pero Shannon nunca me lo ha tenido en cuenta.
A juzgar por el mensaje de texto de Barbara, supuse que las noticias no serÃan buenas. Pero cuando vi las fotografÃas, cuando me enteré de lo que habÃas hecho... me costó lo indecible no servirme una copa grande de vino blanco y bebérmela de un trago, como si fuera un chupito de algo más fuerte en la barra de un bar. En cambio, inspiré una honda bocanada de aire e intenté contar hasta siete antes de soltarlo mientras, en la pantalla, una mujer ataviada con un impermeable azul recitaba los cruentos detalles de tu caso delante de un juzgado.
«Primera vista en el juzgado —pronunciaron los labios apretados de la mujer—. Se ha confirmado el nombre y la dirección.» Y: «El magistrado ha fijado dÃa y hora para el juicio.» Después, la imagen cambió a una amplia calle londinense flanqueada por árboles, donde otra mujer dejaba un ramillete de flores junto a un impresionante montón que se agolpaba delante de una brillante verja negra, tras la que se alzaba una elegante casa de estilo georgiano. «Un crimen que ha sacudido la ciudad», dijo una voz. Y: «Provoca repulsa la especial crueldad del asesinato.» Acto seguido, la imagen volvió a cambiar y apareció un moderno edificio de oficinas en el centro financiero de Londres. Estaban entrevistando a un joven en la acera, delante de la entrada principal, que no dejaba de menear la cabeza con incredulidad. «Era una persona tan normal...», dijo.
Pero yo sé la verdad. Y «normal» desde luego no eres.
2
Paula
—TodavÃa no me lo creo.
Paula sabÃa que repetir lo mismo una y otra vez no iba a ayudar a Gill, pero la frase parecÃa habérsele quedado en la garganta. Cada vez que abrÃa la boca, salÃa de nuevo.
—Gill, yo que tú no lo tolerarÃa. Busca un abogado de primera y mételes una demanda.
TÃpico de Ewan. Siempre pensando que todo tenÃa remedio. Pero aún era joven. No habÃa aprendido que, a veces, te pasan cosas contra las que no puedes hacer nada.
—Ya he hablado con un abogado de la empresa y el director de Recursos Humanos estaba presente —respondió Gill, sonriendo con valentÃa, aunque sus enormes ojos castaños relucÃan por las lágrimas que estaba conteniendo—. SÃ, puedo emprender acciones legales, pero parece que la indemnización que me están ofreciendo con el preaviso de finalización del contrato es más de lo que podré conseguir si los denuncio por despido improcedente, asà que no merece la pena.
—Pero es injusto —protestó Chloe, que ya habÃa usado tres pañuelos de papel, que yacÃan estrujados delante de ella en la mesa, al lado de una copa de vino vacÃa.
—Todos formamos un equipo muy bueno. ¿Por qué quieren separarnos?
—Chloe, dicen que no hemos cumplido los objetivos —respondió Gill, con un deje trémulo en la voz—. Y necesitan un chivo expiatorio. Que soy yo.
Paula no creÃa que eso fuera del todo justo, aunque lamentaba la marcha de Gill. Llevaban ocho años trabajando juntas y eran amigas, sÃ, pero Gill llevaba un par de años de capa caÃda. Y la consecuencia era que tanto la productividad como los beneficios habÃan sufrido un bajón. De manera que presentarlo como una especie de sacrificio era pasarse un poco de la raya.
Sentada a la mesa frente a ella, Amira, que ya habÃa tomado dos gin-tonics mientras Paula apenas habÃa bebido un tercio de su tónica, se inclinó hacia delante con gesto conspiratorio, y el movimiento hizo que las puntas de su oscura melena rozaran la cerveza derramada sobre la mesa.
—Apuesto lo que sea a que Mark Hamilton te dio unas palmaditas en el hombro justo después de despedirte y te soltó: «Sin acritud» —le dijo a Gill—. ¿Me equivoco?
Gill dio un respingo al oÃr la palabra «despedirte» y Paula la compadeció. Amira podÃa ser muy insensible a veces.
—SÃ, creo que dijo algo por el estilo —murmuró Gill—. Pero estaba tan pasmada que no me enteré de la mitad de lo que me decÃa.
—¿Y si nos negamos a volver al trabajo? —sugirió Chloe con las mejillas sonrosadas por la emoción y el pinot grigio—. No pueden despedirnos a todos, ¿verdad?
—Seguramente ya lo hayan hecho. Solo por estar aquà y no sentados a nuestras mesas como buenos empleados —ironizó Amira.
Paula se tensó. Apoyaba a Gill y no habÃa necesitado que la animaran mucho para acompañarla al pub después de recibir la demoledora noticia del despido esa mañana. Pero no podÃa arriesgar su puesto de trabajo. No cuando era la única que llevaba un sueldo a casa. El sudor empezó a humedecerle la espalda del top y, con disimulo, se llevó una mano atrás para apartárselo de la piel. HacÃa mucho calor. ¿O no? TenÃa las hormonas tan revolucionadas que habÃa perdido la capacidad de regular su propia temperatura y podÃa pasar del frÃo al calor y de nuevo al frÃo en cuestión de segundos. A veces se acaloraba tanto que tenÃa la impresión de que la sangre le hervÃa en las venas.
—Lamento la demora. El niño está otra vez en la barra dando por saco; no tendrá cole. —Charlie dejó en la mesa las bebidas que traÃa y se sentó en su silla. Después, adelantó una mano por encima de la mesa y rodeó la de Gill con sus delicados dedos—. No permitas que esos cabrones te aplasten —le dijo en voz baja—. Hay muchas empresas deseando contratarte. Todos vamos a recomendarte con entusiasmo.
Gill asintió con la cabeza, esbozando esa sonrisita que la gente pone cuando está conteniendo las lágrimas.
Se produjo un silencio, que Sarah rompió llegando a la mesa sin aliento y móvil en mano.
—Lo siento. Lo siento. Una urgencia con los niños. Ya está todo solucionado.
Charlie quitó su chaqueta de la silla de Sarah para que esta se sentara. En el pasado, Paula los envidiaba por la amistad tan estrecha que mantenÃan. Siempre iban juntos al pub después del trabajo para tomar algo y llegaban al dÃa siguiente con resaca y vagos recuerdos de los pubs que habÃan visitado, los desconocidos con que habÃan hablado y las copas que habÃan tomado. Pero desde que Sarah tuvo a los niños, esas salidas eran agua pasada. Todo cambiaba una vez que se tenÃan hijos, ¿verdad?
La melena pelirroja de Sarah estaba un poco mojada; debÃa de estar lloviendo. Paula echó un vistazo a la mesa: Sarah, Charlie, Chloe, Ewan, Amira, Gill y ella. Ya echaba de menos al equipo tan unido que habÃan sido. Gill no habÃa sido la más dinámica de las jefas, pero todos habÃan encajado muy bien. No habÃa discusiones internas y tampoco dejaban que la polÃtica de la empresa los afectara. Un equipo de ensueño.
El móvil de Amira recibió un SMS y el estridente tono los sobresaltó a todos. Miró la pantalla.
—Mierda —masculló—. Un mensaje de Juliana, la de Recursos Humanos. ¿A que no adivináis quién va a ser la nueva jefa?
—¿Quién? —preguntaron a coro.
Paula miró de reojo a