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S e adentró en el reino de las almas perdidas en un carruaje descubierto de dos ruedas tirado por un solo caballo. Acompañada por un lacayo y su doncella, dejó atrás la seguridad del transitado Strand y se aventuró en el sombrÃo laberinto.
El caballo sacudió la cabeza a modo de protesta, pero obedeció al acicate de William, entrando con paso nervioso en el callejón entre los abarrotados edificios. Por encima de ellos, parcialmente oscurecidos por la densa niebla matutina, se alzaban imponentes los grandes bloques de casas vecinales, tan formidables como torres medievales.
El sonido de los cascos de su fiel castrado resonaba por doquier en los mugrientos ladrillos y piedras, pero poco más se escuchaba a esas horas. Aquel barrio de mala muerte cobraba vida solo de noche. No habÃa la menor duda de que se encontraban lejos de los verdes y cuidados jardines de la elegante villa de su padre.
Aquel no era lugar para una dama.
No obstante, en aquellos momentos, le preocupaba cada vez menos lo que el mundo pensara de Daphne Starling.
Perder su reputación estaba resultando ser extrañamente liberador. Le habÃa proporcionado una nueva perspectiva de las cosas, y la habÃa impulsado a centrar su atención en aquello que más importaba: ayudar a los niños a salir de aquel mundo de pesadilla.
Jirones de niebla pasaban de largo junto a su pequeño carruaje descubierto, cargado de sacos con provisiones para el orfanato que habÃa recolectado desde su visita de la semana anterior. A pesar de que llevaba un tiempo frecuentando aquel lugar, las condiciones del barrio continuaban escandalizándola.
Un perro callejero, con las costillas marcadas bajo la piel, escarbaba en un montón de basura en busca de comida. Un hedor insalubre impregnaba el aire y ni la brisa fresca ni el sol podÃan penetrar en los angostos y sinuosos callejones. La gente vivÃa allà sumida en una constante penumbra debido a la proximidad de los edificios, cuyas ventanas rotas representaban las vidas de todos aquellos que, sencillamente, se habÃan rendido. Aquà y allá se veÃan mendigos durmiendo: bultos inertes, sin forma, desperdigados junto a las alcantarillas.
Una lúgubre atmósfera de desesperación se cernÃa sobre aquel lugar. Daphne sintió un escalofrÃo y se arrebujó en la pelliza. Quizá no deberÃa estar allÃ; a veces se sentÃa como si llevara una doble vida.
Pero sabÃa lo que era quedarse huérfana a edad temprana. Al menos ella aún tenÃa el cariño de su padre, un hogar seguro y un plato de comida en la mesa. En cualquier caso, habÃa sido su madre quien le inculcó desde pequeña sus deberes hacia los más desfavorecidos, como mujer de buena posición que era.
Y sobre todo, en el fondo de su corazón sabÃa que si alguien no entraba en los lugares oscuros del mundo y les daba un poco de amor a aquellos que no tienen a nadie, la vida no tenÃa verdadero sentido. Mucho menos la vida excesivamente indulgente de la que ella siempre habÃa gozado por ser la única hija de un vizconde de gran fortuna y rancio abolengo.
A pesar de ello, por muchos que fueran los privilegios que su nacimiento le habÃa otorgado, no deseaba acabar convirtiéndose en una de aquellas criaturas egoÃstas y engañosas, como muchas de las que habÃa en la sociedad, que últimamente le habÃan vuelto la espalda sin el menor problema.
En su mente apareció la fugaz imagen del rostro jactancioso de Albert Carew, pero cada vez que pensaba en su «romantiquÃsima» proposición, le daban ganas de gritar. «¡El distinguido dandi y la célebre beldad; una pareja perfecta! ¿Qué me dices?» La arrogancia de Albert hacÃa que este fuese dichosamente inconsciente de lo detestable que llegaba a ser. En la vida de Albert Carew solo habÃa espacio para un amor verdadero: él mismo. Daphne rechinó los dientes y lo expulsó de la mente mientras William viraba hacia Bucket Lane, donde el lúgubre orfanato se alzaba en medio de la miseria.
Bucket Lane, o El Cubo de los Desperdicios, tal y como los toscos residentes la apodaban burlonamente, era una calle donde el pecado rivalizaba de forma abierta con la virtud. Por desgracia, la oscuridad parecÃa estar ganando.
Pese a que una pequeña iglesia presentaba aún batalla al final de la calle, como un último ángel de piedra desmoronado que contemplaba el lugar con abatimiento, habÃa un enorme y bullicioso burdel en la esquina, una taberna al otro lado de la vÃa y un garito de juego unas puertas más allá.
El mes anterior se habÃa producido un asesinato en el callejón. Dos agentes de Bow Street acudieron para hacer preguntas, pero les fue imposible encontrar a alguien dispuesto a cooperar, por lo que los representantes de la ley no habÃan vuelto por allÃ.
La vida en Bucket Street habÃa continuado como de costumbre.
—¿PodrÃa repetirme qué estamos haciendo aquÃ, señorita? —Su doncella, Wilhelmina, echó un vistazo mientras seguÃan recorriendo la calle.
—Vamos de caza, imagino —farfulló William, el hermano gemelo de Wilhelmina.
Aunque podÃa haber algo de verdad en ello, Daphne lo miró con desaprobación. A aquellos dos hermanos, criados en el campo, se los conocÃa en la residencia de los Starling como «los dos Willies». Eran bondadosos y extremadamente leales, tal y como demostraban acompañándola todas las semanas al orfanato.
—Mira hacia la ventana, William. —Daphne levantó la cabeza al tiempo que saludaba con la mano enguantada—. Ellos son la razón de que estemos aquÃ.
Caritas colmadas de excitación miraban atentamente a través de las sucias ventanas, devolviéndole el saludo con sus manitas.
William carraspeó sonoramente.
—Supongo que tiene razón, señorita.
Daphne le brind