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Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenÃa una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad de amar está muriendo. No quie
Soy una mujer casada de treinta años. Mi marido es el señor Mijael Gonen, un hombre afable, geólogo. Yo le amaba. Nos conocimos en el edificio Terra Sancta hace diez años. asistÃa de oyente a la Universidad Hebrea cuando aún se impartÃan las clases en el Terra Sancta.
Nos conocimos asÃ:
Un dÃa de invierno, a las siete de la mañana, yo iba por las escaleras. Un joven desconocido me agarró del codo. Su mano era grande y fuerte. Vi unos dedos cortos con las uñas planas, unos dedos pálidos con pelos negros en los nudillos. Se apresuró a evitar mi caÃda. Me apoyé en su brazo hasta que cesó el dolor. Me sentÃa confusa porque era humillante estar asÃ, de repente, delante de extraños: ojos curiosos y escrutadores y sonrisas maliciosas. Y estaba desconcertada porque la palma de la mano del joven desconocido era ancha y cálida. Cuando me sujetó sentà el calor de sus dedos a través de la manga del vestido de lana azul que me habÃa hecho mi madre. Era invierno en Jerusalén.
Quiso saber si me habÃa hecho daño.
Le dije que quizá me habÃa torcido un tobillo. Comentó que la palabra «tobillo» le gustaba. Y sonrió. Su sonrisa era vergonzante y vergonzosa. Me sonrojé. No me negué cuando me pidió permiso para acompañarme a la cafeterÃa de la planta baja. Me dolÃa el pie. El edificio Terra Sancta era un monasterio cristiano que fue cedido a la Universidad Hebrea cuando quedó bloqueada la carretera que conducÃa al campus de Har Hatzofim. Era un edificio frÃo de pasillos anchos y altos. Yo caminaba confusa tras el joven desconocido que me sujetaba. Era agradable obedecer su voz. No podÃa mirarle fijamente a la cara. Me la imaginé alargada, fina y oscura.
—Sentémonos —dijo.
Nos sentamos sin mirarnos. Sin preguntarme lo que querÃa, pidió dos tazas de café. Yo amaba a mi difunto padre más que a nadie en el mundo. Cuando mi nuevo conocido volvió la cabeza, vi que llevaba el pelo extremadamente corto y que no iba bien afeitado. Sobre todo debajo de la barbilla se le veÃan unos pelos oscuros. No sé por qué ese detalle me pareció importante, importante para bien. Me gustaron su sonrisa y sus dedos, que frotaban la cucharilla como si tuvieran vida propia y no dependiesen de él. Y a la cuchara le gustaba su contacto. Mi dedo querÃa tocarle suavemente debajo de la barbilla, en el lugar en donde surgÃan esos pelos mal afeitados.
Se llamaba Mijael Gonen.
Estaba estudiando tercero de geológicas. HabÃa nacido y crecido en Jolón.
—Hace frÃo en tu Jerusalén.
—¿Mi Jerusalén? ¿Cómo sabes que soy de Jerusalén?
Me dijo que lo sentÃa si en esa ocasión se habÃa equivocado, pero que no creÃa haberlo hecho. HabÃa aprendido a distinguir a los hombres y mujeres de Jerusalén a simple vista. Al
decir eso me miró por primera vez a los ojos.