Índice
Portadilla
Dedicatoria
Ojalá, un preludio
Disfraz del cielo
Los lugares tachados
El otro lado de la vida
Ansia de la felicidad
El tiempo es una nube
Y el aire estaba aquí
El amigo de todo el mundo
Cosas que pasaron en la guerra
Tomates de mar
Gente de muchos apellidos
En la Punta del Viento
De madrugada
El boxeador tranquilo
El buscador de tesoros
El espejo incesante
La magarza y la zahorra
La basura y el mar
Feliz y mi padre
El fútbol desde arriba
Ilusión de la eternidad
La palabra amargura
La risa de las fotos
El tiempo ajeno
Ojalá y nunca
Una historia verdadera
Visita del fantasma
El silencio era un conjuro
Mi silencio es mío
Vino en la playa
La luz apagada
Dinero de caoba
Rabia del cerdo
Júbilo del azar
Ahí lo veo venir
Ante el espejo
Fotos
Adiós
Créditos
Grupo Santillana
A mis hermanos
Carmela, Paco y Candelaria.
A Elena Ruiz,
a Andreu Buenafuente
y a Mikel Urmeneta, aquel mediodía en Ibiza.
Ojalá, un preludio
Estaba tan feliz Truman Capote entonces que le escribió a un amigo: «Me gusta tanto este mes que ojalá siempre fuera octubre».
Lo leí en la casa de la playa, en El Médano, al atardecer, y me levanté con el libro en las manos.
Era un libro grueso, pesado, repleto de cotilleos y de entusiasmos, de tapas duras y blancas, como un libro de misa, y estaba también teñido de esa melancolía sangrienta que hubo siempre en la escritura de Truman Capote, como si nunca hubiera sido feliz.
Pero fue feliz, aquel octubre.
Un libro blanco, de tapas pesadas, un libro que no es posible leer en la cama, o en la playa; un libro para leer en una butaca o en una biblioteca; correspondencia, detalles menudos de una vida mezquina, como cuando la basura arroja al mar el resultado final de su aparente grandeza. Basura y grandeza, mezclado todo en un contenedor perfecto: los libros son contenedores perfectos, como edificios recién acabados. Luego los llenan la miseria, o el lujo.
Nada, un barrizal; menudencias, tragedias minúsculas, o grandes, egoísmos de escritores, la envidia y sus consecuencias, el grado mínimo de la vanidad, el grado máximo de la estupidez. Hormigas pugnando por llegar a la cúspide, y arriba lo que hay es mierda. Miserias por encima de las grandezas; humillaciones, seres humillados por Capote, seres que le humillan a él, ansiedades contrariadas, manos resbaladizas, ricos que desayunan pastelería fina y bocadillos de humor.
Al final, el resultado de una vida, una lápida y la fama. La fama detrás de una lápida.
En aquella película, Capote, se le ve también insultando, y se le ve insultado, le insultan en la cárcel, él insulta, se le ve en paisajes melancólicos, aguardando el resultado de su esfuerzo, y esperando la fama como si ésta estuviera dentro de un martini seco. Borracho, exquisito o reptil, nunca se sabe en qué lado del desastre va a quedar su cabeza. Siempre a punto del último suspiro, luchando para huir de la grandeza y creyendo que de veras es grande, el último en los cócteles, bailando, y también el más borracho. La última coca-cola del desierto. Lleno de estupidez y de gloria. Un icono.
Un