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Lo habÃan soltado una hora antes de lo previsto y como estaba lloviendo habÃa tenido que esperar bajo una especie de marquesina instalada en la rotonda, la entrada de la cárcel a su espalda y un campo de maÃz como único paisaje, al otro lado de la carretera, y el aparcamiento, sus barreras y sus rejas y las idas y venidas de los visitantes, mujeres, niños, ancianos, el ruido sordo de las puertas. Se habÃa asomado y habÃa visto los muros altos que se extendÃan unos cuatrocientos metros y un desagradable escalofrÃo le habÃa recorrido la espalda, se habÃa sentado en el banco de madera, hundido bajo este refugio para ver lo menos posible a pesar de que llevaba todos estos años soñando con abarcar el horizonte entero sin el menor obstáculo. HabÃa dejado su gran bolsa de viaje a sus pies, hinchada y deformada, que pesaba como un muerto por los libros que habÃa pedido durante su detención y que se preocupaba de sacar como si fueran animales de compañÃa dóciles y fieles.
Le dio tiempo a fumarse tres cigarrillos mientras oÃa cómo el chapoteo de la lluvia cesaba y se alejaba hacia el sur con rugidos sordos de tormenta. La luz surgió con violencia, apartando las nubes de golpe, iluminando de pronto una bisuterÃa barata sobre todas las cosas y temblando con sonidos bucales. Él parpadeaba por el deslumbramiento y contemplaba esas capas centelleantes con el asombro de un niño ante un árbol de Navidad.
Cuando vio aquel coche ralentizar la marcha y entrar lentamente en el aparcamiento, miró su reloj: llevaba más de una hora esperando y no habÃa sentido pasar un solo minuto. El tiempo como agua que tratamos de guardar en las manos. Se escurre y se pierde. En la cárcel, sin embargo, cada cuarto de hora se pegaba a la piel, humedad asfixiante, sudor malsano. Siguió con la mirada el pequeño Renault rojo que ahora volvÃa a salir del aparcamiento y se detenÃa. Lo conducÃa una mujer cuyos rasgos no distinguÃa tras los reflejos del parabrisas. No necesitaba esa señal de las luces para saber que venÃa a buscarlo. Le dirigió un gesto con la mano y se levantó mientras el coche cruzaba la carretera para situarse delante.
Se agachó al mismo tiempo que bajaba la ventanilla, dijo «Hola» a un par de ojos azules muy claros, o grises. Muy claros. No vio nada más que una especie de fosforescencia diluida en la sombra del habitáculo. Ella sonreÃa inclinada hacia él. Menos de treinta años.
—¿Qué tal?
—Ahora mejor.
Con un amplio movimiento dibujó el cielo, los árboles amontonados a lo lejos, bordeando la carretera, los campos resecos. La luz, y el calor que empezaba a pegar otra vez. Abrió la puerta de atrás y dejó caer la bolsa encima del asiento. Se sentó junto a la joven y le dio la mano, pero ella se acercó y le plantó dos besos rápidos en las mejillas. Le gustó la frescura de sus labios en la piel. Algo lo atravesó, profundo, rápido. Despertó en él conexiones ocultas, infinitesimales, ramificaciones secretas. Era casi doloroso. Una plenitud opresiva.
—¿No ha venido Fabien?
La mujer volvió a ponerse las gafas de sol y arrancó.
—Yo soy Jessica.
—Ah, sÃ, perdona. Franck.
—Ya lo sé.
—Fabien me hablaba todo el tiempo de ti en sus cartas, yo…
No siguió. Era mejor asÃ. Tal vez tendrÃa que volver a acostumbrarse. Hablar con la gente con normalidad. Prestar atención a lo que se dice. No como con los policÃas, o con los otros presos, no. Solo por no herir, dejar de ir a contrapelo.
—Fabien está en España desde hace tres semanas. No pudo aplazarlo, era urgente. Ya te contaré. Y podrÃa alargarse dos o tres semanas; con él, nunca se sabe.
—¿Qué coño hace en España?
—Negocios. Ya te lo explicaré. Si no fuera por eso habrÃa venido él, créeme. Eres su hermanito, asà es como te llama siempre: «Mi hermanito».
Encendió la radio del coche, una emisora que ponÃa cantantes franceses, y tarareó sus melodÃas sentimentales como si estuviera sola en el coche. En cuanto se metieron en la autopista, dirección Burdeos, quitó el aire acondicionado, apagó la radio y bajó la ventanilla, y el aire se precipitó dentro del coche, violento y tibio, ensordecedor. No volvió a decir nada durante un rato. Franck esperaba que le hiciera preguntas sobre la cárcel, la gran mierda que hay dentro, y se preparaba para contar lo mÃnimo porque nunca se dice todo lo que pasa en la cárcel. Lo que uno ha tenido que ver y vivir. Le hubiera gustado que le hablara porque le habrÃa dado un buen motivo para girarse hacia ella y dejar de mirarla por el rabillo del ojo como estaba haciendo en ese momento.
Iba vestida con una camisa de hombre remangada por los antebrazos, demasiado grande para ella, que le llegaba por la parte superior de los muslos encima de unos viejos vaqueros cortados. TenÃa las piernas morenas, le brillaba la piel, y pensó que se habrÃa echado crema hidratante, y que él habrÃa puesto la mano de buena gana sobre esa suavidad si no hubiera sido la mujer de Fabien, aunque le cayera un bofetón. Se montó una escena porno tan realista con esa chica sentada a pocos centÃmetros de él que los vaqueros empezaron a apretarle demasiado y tuvo que cambiar de posición varias veces para aliviar la presión de la entrepierna.
—¿Quieres que paremos? Allà hay una gasolinera.
Se estremeció porque una parte de él lo tomó como una invitación a prolongar la fantasÃa que lo asaltaba. Un desvÃo, la sombra de un árbol, la chica que se pasa al asiento de atrás, unas bragas que bajan, una mano que sube.
—SÃ. Me parece bien.
Voz ronca. Avergonzada. Se aclaró la garganta, la boca seca.
Puso el intermitente, una sonrisilla en su preciosa boca. Irónica o burlona. O simplemente tranquila, relajada. No lo sabÃa. HacÃa tiempo que no pensaba en la sonrisa de las mujeres. En los significados que sugieren, en los contrasentidos que provocan.
—Necesito un café y un cigarrillo —dijo ella.
Se puso las gafas de sol en el pelo para buscar una plaza de aparcamiento, entrecerrando los párpados, ligeramente inclinada hacia delante. Aparcó el coche cerca de una mesa de picnic donde estaban instalados una pareja y tres niños, todos sentados delante de platos de cartón que la madre llenaba de ensalada de tomate mientras el padre manejaba un teléfono. La mesa estaba abarrotada de sacos y bolsas, de latas de refresco, de paquetes envueltos en papel de aluminio, y los niños metÃan las manos en ese desorden y agarraban un trozo de pan o un vaso que le tendÃan a su madre para que les diera de beber.
Franck observaba al hombre indiferente a toda esa agitación que se ponÃa a hablar por teléfono y luego se alejaba para seguir con la conversación y no se le veÃa más que la espalda, la nuca doblada, los hombros que se encogÃan de vez en cuando y la mano libre agitando el aire frente a él.
—¿Nos vamos? ¿Te trae recuerdos?
SÃ, vagamente, la ruta de vacaciones a España cuando tenÃa nueve o diez años, cuando todo iba bien, antes del naufragio; los bocadillos riquÃsimos de las tiendas de la autopista que devoraba apresuradamente de pie junto al coche porque a su padre no le gustaba parar, las partidas a la consola que se echaba con Fabien en el asiento de atrás. Fabien, el hermano mayor. Cuatro años más. Que le enseñaba trucos y artimañas, siempre paciente. Y que más tarde se las cargaba todas cuando hacÃan tonterÃas. La responsabilidad y las palizas. Y las lágrimas, también, que se secaba con el borde de la mano jadeando, sin una palabra, el padre encima de él, eructando, el puño levantado. Fabien, que murmuraba palabrotas por la noche en su habitación, envuelto en las sábanas, maldiciendo a papá en voz baja, jurando con palabras terribles que lo vengarÃa algún dÃa.
Entre hermanos nunca se habÃan pegado. Apenas habÃan reñido. Se necesitaban el uno al otro como si se agarraran a alguien o a algo en la corriente de un rÃo embravecido o en la tempestad que arranca los árboles. HabÃa pocos hermanos como ellos en el mundo. Se lo dijeron una vez en una de esas noches que no acababa nunca. Gritos, gemidos, insultos groseros. Mamá.
Y también estaba aquel dÃa, el dÃa en que ocurrió, sobre las cuatro de la tarde. Fabien, que habÃa corrido por el aparcamiento del supermercado sin mirar atrás, la bolsa llena de dinero mientras Franck habÃa rebotado contra el capó de un coche que pasaba por allÃ, la pierna rota, los vigilantes encima.
No habÃa hablado a pesar de la presión de los polis, sus chantajes, los consejos de la abogada de oficio.
Sin antecedentes penales. Arma falsa. Réplica de SIG Sauer. Pistola de fogueo. Pero el contable tetrapléjico al caerse por las escaleras. Padre de tres hijos. Juzgados de lo penal de la Gironde. Seis años de cárcel.