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Hermópolis, isla de Siros, Grecia - 1885
El vizconde le habÃa prohibido a Amanda visitarle en su hotel. La discreción resultaba primordial, pues si sus parientes llegaban a enterarse de sus intenciones harÃan cuanto estuviese en su mano para impedir que se casaran. Después de todo, ella era una simple secretaria. Aunque ¿qué importaba eso si él la amaba?
«Espérame en la iglesia mañana —le habÃa dicho—. Llévate una maleta pequeña y nada más. ¡Zarparemos al ocaso como marido y mujer!»
Ahora estaba sentada en un banco de piedra de la iglesia anglicana. A pocos metros de distancia, Mr. Rogers, el coadjutor, se sacó el reloj del bolsillo. Ella fingió no percatarse de su expresiva mirada.
TenÃa un nudo en el estómago.
Ya llevaban más de tres horas esperando. La luz que entraba por las vidrieras habÃa empezado a retirarse hacia los húmedos muros de piedra.
El ocaso.
—Miss Thomas…
Ella se levantó de un salto.
—¡Solo un minuto más, señor! —exclamó. Se sentÃa incapaz de soportar las palabras que Mr. Rogers se disponÃa a pronunciar, de escuchar cómo llegaba a la conclusión obvia—. ¡Se lo ruego, solo un minuto! Estoy segura de que vendrá.
¿Cómo podrÃa no hacerlo? Después de pasar tantas semanas paralizada por el miedo, aguantando humillaciones que ninguna mujer que se respetase a sà misma debÃa aceptar, por fin habÃa reunido agallas para huir de la dama para la que trabajaba. Mareada y temblorosa, esa tarde habÃa escapado sigilosamente de la villa de la señora. ¿Y acaso ese valor no la hacÃa merecedora de un final feliz? ¡Él debÃa venir!
—Lo siento mucho —dijo Mr. Rogers—, pero, como usted comprenderá, tengo… obligaciones. En el consulado.
—¡Pero tiene que haber sufrido un accidente! —Esa era la única explicación—. ¡Debemos buscarle!
Mr. Rogers suspiró.
Pensaba que él la habÃa dejado plantada.
Pero se equivocaba por completo. ¡Él nunca habÃa visto con cuánta ternura la trataba el vizconde!
—Muy bien —dijo ella—. ¡Vaya al consulado, señor! ¡DÃgale al cónsul que el vizconde ha desaparecido! PÃdale que envÃe a unos hombres en su búsqueda. Y yo… ¡iré a su hotel a ver lo que saben!
Su señorÃa debÃa estar enfermo. ¡O habÃa tropezado, se habÃa golpeado la cabeza y habÃa quedado inconsciente! Pero en ese preciso momento se estaba ocupando de él
el médico del hotel, que le devolverÃa la salud. Ninguna otra razón podÃa explicar que no hubiese aparecido, porque estaba locamente enamorado de ella. La amaba desde que la vio por vez primera en aquel mercado de especias de Constantinopla. La habÃa seguido hasta la isla de Siros con el único fin de cortejarla. ¡No la abandonarÃa, ahora! ¡No podÃa!
Porque si lo hacÃa… serÃa su ruina. Se quedarÃa atrapada, sin un penique, a tres mil kilómetros de Inglaterra. El barco de la dama para la que habÃa trabajado hasta entonces estaba zarpando en ese preciso momento.
Amanda subió como una exhalación la escalinata cubierta con una alfombra carmesÃ. SostenÃa su pequeña maleta entre los brazos. Las damas que descendÃan con delicados vestidos de raso y los caballeros con chistera le dedicaron miradas curiosas. Tal vez les extrañara verla llevar su