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Cuando recibà la llamada, pensé que papá habÃa muerto. Por dos razones. Primera: últimamente estoy asistiendo a un número preocupante de entierros, de amigos de mi padres y, lo que es peor, de padres de mis amigos. Segunda: mamá me habÃa telefoneado al móvil; era la primera vez que hacÃa semejante cosa, empeñada como estaba en creer que solo se puede llamar a un móvil desde otro móvil, como si fueran radios de banda ciudadana o algo asÃ. Por consiguiente, cuando me llevé el teléfono a la oreja y la oà sollozar «Tu padre se ha ido», ¿qué tiene de extraño que pensara que papá habÃa estirado la pata y ahora solo quedábamos mamá y yo?
—Hizo una maleta y se fue.
—¿Hizo una...?
Fue entonces cuando caà en la cuenta de que papá no podÃa estar muerto.
—Ven a casa —dijo mamá.
—Voy...
Pero estaba trabajando. Y no en la oficina, sino en un salón de un hotel, supervisando los últimos retoques de una conferencia médica (El dorso del dolor dorsal). Era un acto importante y llevaba semanas organizándolo. HabÃa estado en el hotel hasta las doce y media de la noche anterior controlando la llegada de cientos de delegados y solucionando problemas. (Por ejemplo, la colocación de los delegados que estaban en habitaciones de no fumadores y que habÃan vuelto a caer en el vicio en el tiempo transcurrido desde la confirmación de la reserva hasta su llegada al hotel.) Hoy era, finalmente, el Gran DÃa, y en menos de una hora debÃan hacer su aparición doscientos quiroprácticos que esperaban:
a) una identificación y una silla b) café y dos galletas (una sencilla, una sofisticada) a las 11.00. c) comida, tres platos (con opción vegetariana) a las 12.45. d) café y dos galletas (ambas sencillas) a las 15.30. e) aperitivo seguido de una cena de gala con regalos, baile y besuqueo (optativo).
De hecho, cuando atendà mi móvil pensé que era el tipo de las pantallas que llamaba para asegurarme que estaba en camino. Con —he aquà lo importante— las pantallas.
—Cuéntame qué ha ocurrido —dije a mamá, dividida por un conflicto de deberes. «No puedo irme de aquÃ...» —Te lo contaré cuando llegues a casa. Apúrate. Me hallo en un estado lamentable, solo Dios sabe lo que soy capaz de hacer.
Eso me bastó. Cerré apresuradamente el móvil y miré a Andrea, que ya habÃa supuesto que sucedÃa algo.
—¿Todo bien? —murmuró.
—Mi padre.
Por la expresión de su cara comprendà que también ella pensaba que mi padre habÃa estirado la patita (como solÃa decir él). (Diantre, estoy hablando como si realmente estuviera muerto).
—Dios mÃo... ¿se ha... está...? —Oh, no. TodavÃa vive. —Entonces, ¿a qué esperas? ¡Vete!
Andrea me empujó hacia la salida, sin duda visualizando en su mente una despedida en el lecho de muerte.
—No puedo. ¿Y todo esto? —Señalé el salón.
—Moisés y yo nos encargaremos de todo. Llamaré a la oficina
y pediré a Ruth que venga a ayudarnos. Escucha, has