TÃtulo original: Ready Player One
Traducción: Juanjo Estrella
1.ª edición: febrero, 2015
© 2015 by Dark All Day, Inc.
© Ediciones B, S. A., 2015
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 4869-2015
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-996-1
Maquetación ebook: Caurina.com
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Para Susan y Libby,
porque no existe mapa para el lugar
al que nos dirigimos
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Nivel 1
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Nivel 2
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Tercer nivel
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Agradecimientos
Prólogo
Quienes tienen mi misma edad recuerdan dónde estaban y qué hacÃan la primera vez que oyeron hablar del concurso. Cuando en el canal de vÃdeo apareció un flash informativo anunciando que James Halliday habÃa muerto esa noche, yo me encontraba viendo dibujos animados en mi escondite.
No era la primera vez que oÃa hablar de Halliday, claro. Todo el mundo sabÃa quién era: el diseñador de videojuegos, el creador de Oasis, el ambicioso juego online que permitÃa la participación de muchÃsimos jugadores a la vez y que, gradualmente, habÃa evolucionado hasta convertirse en la realidad virtual en la red más visitada a diario, tanto para hacer negocios como para comunicarse y divertirse. El éxito sin precedentes de Oasis habÃa convertido a Halliday en una de las personas más ricas del mundo.
Al principio no entendà por qué los medios de comunicación concedÃan tanta importancia a la muerte de aquel multimillonario. Como si los habitantes del planeta Tierra no tuvieran otras preocupaciones. La crisis energética. El catastrófico cambio climático. El hambre, cada vez más generalizada, la pobreza, las enfermedades. Media docena de guerras. Ya se sabe, lo de siempre: «perros y gatos juntos, histeria colectiva», como decÃan en la pelÃcula Los cazafantasmas. Por lo general, los informativos no interrumpÃan las comedias de costumbres interactivas, ni las telenovelas, a menos que hubiera sucedido algo muy grave. Como el descubrimiento de un virus asesino o la desaparición de alguna ciudad bajo una nube atómica. Cosas asÃ. Por más famoso que fuese, el fallecimiento de Halliday no deberÃa de haber merecido más que una entrada breve en el informativo de la noche, para que las masas desharrapadas menearan la cabeza, muertas de envidia, cuando los presentadores pronunciaran la suma obscena de dinero que pasarÃa a engrosar la fortuna de los herederos del multimillonario.
Pero es que ahÃ, precisamente, estaba la noticia: James Halliday no tenÃa herederos.
HabÃa muerto soltero, a los sesenta y siete años, sin parientes vivos y, según se decÃa, sin un solo amigo. HabÃa pasado los últimos quince años de su vida en un aislamiento autoimpuesto, durante el que (si habÃa que hacer caso de los rumores) habÃa enloquecido por completo.
Asà que la noticia bomba que dejó a todo el mundo boquiabierto, la revelación que hizo que, desde Tokio hasta Toronto, la gente se cagara en los cereales del desayuno, tenÃa que ver con las últimas voluntades y el testamento de Halliday, con el destino de su inmensa fortuna.
Halliday habÃa preparado un breve mensaje de vÃdeo y habÃa dispuesto que los medios de comunicación lo emitieran en el momento de su muerte. También ordenó que se enviara por e-mail una copia del vÃdeo a todos los usuarios de Oasis esa misma mañana. TodavÃa recuerdo aquel aviso electrónico, aquel sonido como de campanilla, cuando llegó a mi bandeja de entrada apenas segundos después de que hubiera oÃdo la noticia en el informativo.
Aquel mensaje de vÃdeo era, de hecho, un cortometraje muy bien producido titulado Invitación de Anorak. Excéntrico como era, Halliday habÃa mantenido a lo largo de su vida una obsesión por los años ochenta del siglo xx, la década que habÃa coincidido con su adolescencia, e Invitación de Anorak estaba plagado de lo que posteriormente descubrà eran veladas referencias a la cultura pop de aquellos años, aunque casi todas ellas se me pasaron por alto la primera vez que lo vi.
De principio a fin duraba poco más de cinco minutos, y en los dÃas y semanas que siguieron se convertirÃa en el documento audiovisual más analizado de la historia, superando incluso al del asesinato de Kennedy en Dallas, captado por Abraham Zapruder, si tenemos en cuenta el número de veces que fue estudiado fotograma por fotograma. Todos los miembros de mi generación llegarÃamos a aprendernos de memoria el mensaje de Halliday, de cabo a rabo.
Invitación de Anorak se inicia con el sonido de las trompetas de los primeros compases de una canción antigua llamada Dead Man’s Party.
La canción suena, durante los primeros segundos, sobre un fondo negro. A las trompetas se une una guitarra y entonces aparece Halliday. Pero no es un hombre de sesenta y siete años, devorado por el paso del tiempo y la enfermedad. Su aspecto es el que lucÃa en la portada de la revista Time en 2014. Un hombre alto, delgado, saludable, de poco más de cuarenta años, algo despeinado y con sus caracterÃsticas gafas de pasta. También lleva la misma ropa con la que aparecÃa en la foto de la revista: vaqueros desgastados y la camiseta vintage de los Invasores del espacio.
Halliday se encuentra en un baile de instituto que se celebra en un gran gimnasio cubierto. Está rodeado de adolescentes que, con sus ropas, peinados y bailes muestran que pertenecen a los años ochenta.1 Halliday también baila (algo que nadie le vio hacer jamás en la vida). Con una sonrisa de loco dibujada en los labios, da vueltas muy deprisa y mueve los brazos y la cabeza al ritmo de la música, componiendo, impecablemente, varios de los pasos caracterÃsticos de aquella época. Pero Halliday no tiene pareja de baile. Como suele decirse, está «bailando solo».
En el ángulo inferior izquierdo de la pantalla aparecen unas lÃneas que indican el nombre del grupo, el de la canción, la casa discográfica y el año de aparición del tema, como si se tratara de un videoclip antiguo emitido en la MTV: Oingo Boingo, Dead Man’s Party, MCA Records, 1985.
Cuando empieza la letra de la canción, Halliday mueve los labios y hace playback sin dejar de dar vueltas. «All dressed up with nowhere to go. Walking with a dead man over my shoulder. Don’t run away, it’s only me...»
Entonces deja de bailar bruscamente y con los dedos de la mano derecha hace el gesto de cortar. La música se detiene al momento. En ese preciso instante quienes bailaban en el gimnasio, tras él, desaparecen y la escena a su alrededor cambia de pronto.
Halliday se encuentra en una funeraria, junto a un ataúd abierto.2 Un segundo Halliday, mucho mayor, aparece tendido en la caja, su cuerpo devorado por el cáncer. Sendas monedas relucientes le cubren los párpados.3
El Halliday más joven baja la vista y contempla su cadáver, más viejo, con tristeza impostada, antes de volverse a los compungidos asistentes para dirigirles unas palabras.4 Halliday chasquea los dedos y en la mano derecha aparece una especie de pergamino enrollado. Lo extiende con gran parsimonia, hasta que el papel toca el suelo y se extiende por el pasillo que se abre frente a él. Rompe la cuarta pared y, dirigiéndose al espectador, empieza a leer.
«Yo, James Donovan Halliday, en plenitud de mis facultades mentales, por la presente dispongo y declaro que este instrumento sea mi Última Voluntad y Testamento, con el que quedan revocados todos y cada uno de los documentos firmados por mà hasta la fecha...» Sigue leyendo, cada vez más deprisa, pasa sobre varios párrafos llenos de jerga legal, hasta que las palabras resultan ininteligibles. Entonces se detiene abruptamente. «Olvidaos de todo esto —dice—. Por más deprisa que leyera, tardarÃa un mes en terminar. Y, aunque es triste, no dispongo de tanto tiempo. —Suelta el pergamino, que desaparece tras una lluvia de polvo de oro—. Permitidme que os adelante sólo lo más destacado.»
La funeraria también desaparece y la escena cambia de nuevo. Halliday se encuentra en ese momento frente a la puerta de la inmensa cámara acorazada de un banco. «Todo mi patrimonio, incluida mi participación mayoritaria en acciones de mi empresa, Gregarious Simulation Systems, quedará en depósito hasta que se cumpla la única condición que he dispuesto en mi testamento. El primer individuo en satisfacer dicha condición heredará toda mi fortuna, valorada en la actualidad en más de doscientos cuarenta mil millones de dólares.»
La puerta de la cámara acorazada se abre y Halliday accede a su interior. Se trata de un espacio enorme que contiene una montaña inmensa de lingotes de oro, del tamaño aproximado de una casa de grandes dimensiones. «Aquà está la pasta que dejo para quien la quiera. —SonrÃe de oreja a oreja—. En los bolsillos no os va a caber, ¿verdad?»
Halliday se apoya en la montaña de lingotes de oro y la cámara toma un primer plano del rostro.
«Seguro que os estáis preguntando qué tenéis que hacer para pillar todo este dineral. Pues echad el freno, niños, que ya llegamos...» Hace una pausa dramática y adopta la expresión de quien está a punto de desvelar un gran secreto.
Halliday vuelve a chasquear los dedos y la cámara acorazada desaparece. Y en ese preciso instante él mengua y se transforma en un niño pequeño, vestido con un pantalón de pana marrón y una camiseta descolorida de los teleñecos.5 El pequeño Halliday ha aparecido en un salón abigarrado de elementos, una moqueta naranja desgastada, paredes forradas de madera y una decoración hortera de finales de los setenta. Cerca de él, puede verse un televisor Zenith de 21 pulgadas y una consola Atari 2600 conectada a él.
«Ésta fue la primera máquina de videojuegos que tuve en mi vida —prosigue Halliday con voz mucho más aguda—. Una Atari 2600. Me la regalaron en la Navidad de 1979. —Se sienta frente a la consola, levanta el joystick y empieza a jugar—. Éste era mi juego preferido —añade, señalando con un movimiento de cabeza la pantalla, donde un pequeño cuadrado viaja a través de una serie de laberintos sencillos—. Se llamaba Adventure. Como muchos de los primeros videojuegos, Adventure fue diseñado y programado por una sola persona. Pero en aquella época, Atari se negaba a conceder el menor mérito a sus programadores, por lo que los nombres de los creadores de los jue