ESTABA ARRODILLADO EN LA PLAYA. No sabÃa cuántas horas habÃa permanecido allÃ. Ante la inmortalidad que lo rodeaba, el tiempo era un detalle. La arena blanca, las piedras, se extendÃan infinitas y el mar, a su espalda, infinito. Sólo el cielo marcaba su carácter mortal; lo obligaba a recordar. Era el atardecer.
Con un esfuerzo de su mente, agotada por la debilidad y el cansancio, se desafió a rememorar, uno a uno, los pasos que lo habÃan llevado a ese templo, perdido en los caminos de su niñez y recuperado casi al azar, para su reivindicación, ya hombre. HabÃa llegado. HabÃa tocado la campana de viejo bronce que dilató un sonido lúgubre, casi un lamento interminable para su conciencia agotada. Luego, los monjes, de blanco, relucientes de óleo las cabezas, se acercaron, descorrieron los postigos y le dieron las escudillas con arroz y agua y un rosario de frutos de árbol. Nada le preguntaron. Nada preguntó. Tomó en sus manos temblorosas lo que le entregaban y se alejó dos o tres varas. Después de seguir con lentitud el vuelo de una bandada de aves marinas con sus ojos empañados, giró lentamente sobre sà hasta quedar de cara al templo y se arrodilló, rememorando un viejo rito de sumisión y de triunfo sobre su propio orgullo.
A partir de ese instante quedaba declarada la guerra a su carne, a sus sueños. Durante tres dÃas debÃa permanecer inmóvil. Cada mañana le renovarÃan el alimento y la bebida pero nada debÃa probar si querÃa ser admitido.

Todo eso era menos terrible que sentir la carne, cubierta sólo por los jirones de su ropa, atravesada por el viento del mar o por el implacable sol del mediodÃa