el estallido
Estaba sucediendo. En ese momento. HacÃa mucho me lo habÃan advertido y sin embargo. Quedé paralizada, las manos empapadas empuñando el aire. La gente en la sala seguÃa conversando y riéndose a carcajadas, incluso susurrando exageraban mientras yo. Y alguien gritaba más alto que los demás, bajen el volumen de la radio, no metan tanta bulla que a las doce en punto los vecinos llamarán a la policÃa. Me concentré en esa voz estruendosa que no parecÃa cansarse de insistir que incluso los sábados los vecinos se acostaban temprano. Esos gringos no eran gente trasnochadora como nosotros, en absoluto parrandera. Eran protestantes y protestarÃan si no los dejábamos conciliar el sueño. Al otro lado de los muros, sobre nuestros cuerpos y también debajo de nuestros pies, se agitaban todos esos gringos acostumbrados a madrugar con los calcetines puestos y los cordones ya anudados. Gringos que con la ropa interior impecable y la cara planchada se sientan cada mañana a desayunar su leche frÃa con cereales. Pero nadie hacÃa caso de los desvelados, de sus cabezas sumergidas bajo las almohadas, de sus gargantas atiborradas de pastillas que no les procurarÃan ningún alivio si continuábamos zapateándoles el descanso. Zapateando ellos, en la sala. Yo no. Yo me habÃa quedado agachada en el dormitorio, con el brazo estirado hacia el suelo. Y me vi de pronto pensando en la insoportable vigilia de los vecinos, imaginando que apagarÃan las luces después de meterse tapones resecos en los oÃdos; con tanta fuerza los empujarÃan que la silicona acabarÃa por estallar. Pensé que hubiera preferido ser yo la de los tapones reventados, yo la de los tÃmpanos trepanados por sus esquirlas. Hubiera querido ser la vieja que se pone firmemente el antifaz sobre los párpados para volver a quitárselo y prender la luz. Lo deseaba porque mi mano todavÃa suspendida no encontraba nada. Solo risotadas alcohólicas atravesando las paredes y salpicándome con su saliva. Solo la estridente voz de Manuela que continuaba diciendo por encima del griterÃo, ya pues, cabros, cállense un poco. No, por favor no, me dije, sigan hablando, sigan vociferando, aúllen, gruñan si es necesario. Muéranse de la risa. Eso me decÃa con el cuerpo agarrotado aunque eran apenas segundos los que habÃan transcurrido. Yo acababa de entrar en la pieza matrimonial, acababa de inclinarme, yo, en busca de mi cartera y la jeringa. TenÃa que pincharme a las doce en punto pero no alcanzarÃa a hacerlo porque el precario equilibrio de los abrigos empujó mi cartera hasta el suelo, porque en vez de detenerme escrupulosamente, como debÃa, me doblé y estiré el brazo para recogerla. Y fue entonces que un fuego artificial atravesó mi cabeza. Pero no era fuego lo que veÃa sino sangre derramándose dentro de mi ojo. La sangre más estremecedoramente bella que he visto nunca. La más inaudita. La más espantosa. Sangraba a borbotones pero solo yo podÃa advertirlo. Con absoluta claridad vi cómo la sangre espesaba, vi que la presión aumentaba, vi que me mareaba, vi que se me revolvÃa el estómago, que me venÃan arcadas y, sin embargo. No me incorporé ni me movà ni un milÃmetro, ni siquiera intenté respirar mientras atendÃa al espectáculo. Porque eso era lo último que verÃa, esa noche, a través de ese ojo: una sangre intensamente negra.
sangre oscura
Ya no habrÃa recomendaciones imposibles. Que dejara de fumar, lo primero, y segundo, que no aguantara la respiración, que no tosiera, que por ningún motivo levantara paquetes, cajas, maletas. Que jamás me inclinara ni me lanzara al agua de cabeza. Prohibidos los arrebatos carnales porque incluso en un beso apasionado podÃan romperse las venas. Eran quebradizas esas venas que habÃan brotado de la retina y se habÃan estirado y enroscado en el espesor del vÃtreo. HabÃa que observar el crecimiento de esa enredadera de capilares y conductos, dÃa a dÃa vigilar su milimétrica expansión. Eso era todo lo que podÃa hacerse: acechar el sinuoso movimiento de esa trama venosa que avanzaba hacia el centro de mi ojo. Eso es todo y es bastante, dictaminaba el oculista, eso, eso es, repetÃa, desviando sus pupilas hacÃa mi historia clÃnica convertida en una ruma de papeles, un manuscrito de mil páginas embutidas en una gruesa carpeta. Juntando sus cejas canosas Lekz escribÃa la exacta biografÃa de mis retinas, el pronóstico incierto. Luego aclaraba la voz y me sometÃa a los pormenores d