1
La nieve danzaba como algodón bajo la luz de la farola; desorientada, parecÃa no saber si ir hacia arriba o hacia abajo, simplemente se dejaba llevar por un viento gélido de mil demonios que soplaba desde la oscura inmensidad del fiordo de Oslo. El viento y la nieve se arremolinaban dando vueltas sin cesar en la penumbra que envolvÃa los almacenes cerrados del muelle, hasta que el viento se cansó y dejó a su compañera de baile junto a la pared. AllÃ, la nieve arrastrada por el viento se habÃa acumulado bajo los zapatos del hombre a quien yo acababa de disparar al pecho y al cuello.
La sangre goteaba del cuello de su camisa y caÃa en la nieve. No es que yo sepa mucho sobre la nieve —en realidad tampoco sé mucho sobre otros asuntos—, pero he leÃdo que los cristales de nieve que se forman cuando hace mucho frÃo son completamente distintos a los que aparecen cuando la nieve es compacta, pesada o helada; que la forma del cristal y la sequedad de la nieve son los factores que determinan que la hemoglobina de la sangre mantenga ese intenso color rojo. En cualquier caso, la nieve que se habÃa acumulado debajo del hombre me recordaba una capa real de color púrpura hecha de armiño, como las de los dibujos que aparecÃan en el libro de cuentos populares noruegos que mi madre solÃa leerme. A ella le gustaban mucho los cuentos y los reyes. Supongo que por eso me puso el nombre de uno de ellos.
El periódico Aftenposten habÃa dicho que en caso de que aquel frÃo persistiera hasta fin de año, 1977 serÃa el año más gélido desde la guerra y quedarÃa grabado en nuestra memoria como el comienzo de la nueva era glaciar que los cientÃficos llevaban vaticinando desde hacÃa tiempo. Pero ¿yo qué sabÃa? Lo único que sabÃa era que el hombre que tenÃa delante iba a morirse en breve. Ese temblor corporal era inconfundible. Era uno de los hombres del Pescador. No era nada personal. Se lo dije antes de que se desplomara dejando un rastro de sangre en la pared de ladrillo. No es que creyera que diciéndoselo iba a facilitar las cosas. El dÃa que me toque a mà recibir un tiro, preferiré que sea algo personal. Tampoco se lo dije para evitar que su espÃritu me persiguiera; no creo en fantasmas. Es que no se me ocurrió nada mejor que decir. Naturalmente podrÃa haber mantenido la boca cerrada, que es lo que suelo hacer. Algo debió de ocurrir para que de repente me volviera tan locuaz. Quizá fuera porque se acercaban las navidades. Dicen que los seres humanos buscamos compañÃa cuando se acerca la Navidad. Pero ¡yo qué sé!
Pensé que la sangre se congelarÃa al caer al suelo y se quedarÃa allÃ. Sin embargo, penetró en la nieve, que pareció esconderla bajo la superficie como si quisiera usarla para algo. Cuando volvà caminando a casa, me imaginé que de la nevada surgÃa un muñeco de nieve con las venas apenas visibles bajo su cadavérica piel de hielo. Llamé a Daniel Hoffmann desde una cabina y le dije que habÃa hecho el trabajo.
A Hoffmann le pareció bien. No me preguntó nada, como de costumbre. O habÃa aprendido a confiar en mà durante los cuatro años que llevaba a su servicio o no querÃa saber más. Yo habÃa hecho el trabajo, asà que ¿por qué iba un hombre como él a molestarse por algo asà si precisamente pagaba para no tener problemas? Me dijo que acudiera a su despacho al dÃa siguiente porque tenÃa un nuevo trabajo para mÃ.
—¿Un nuevo trabajo? —le pregunté mientras me daba un vuelco el corazón.
—Sà —dijo Hoffmann—. Un nuevo encargo.
—Ah, entiendo.
Colgué el teléfono, aliviado. Porque aparte de los encargos no sirvo para muchas cosas más.
He aquà cuatro trabajos para los que no sirvo: conducir un coche cuando se trata de fugarse. Puedo ir deprisa, la velocidad no es el