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El proceso de solicitud de plaza, admisión y matriculación en el colegio Atwood habÃa durado seis meses y habÃa estado a punto de volver locas a las familias con sus jornadas de puertas abiertas, encuentros, intensas entrevistas con los padres —a veces hasta en dos ocasiones— y evaluaciones de los niños. Los hermanos de los actuales alumnos contaban con cierta ventaja preferencial, pero cada niño era valorado por sus propios méritos. Atwood era uno de los pocos colegios privados mixtos de San Francisco —la mayor parte de las escuelas antiguas y prestigiosas segregaban por el sexo— y el único que abarcaba desde el parvulario hasta duodécimo curso, algo que lo convertÃa en una opción muy atractiva para las familias que no querÃan volver a pasar por todo aquello para matricular a sus hijos en la escuela media o secundaria.
Las cartas de admisión habÃan sido recibidas a finales de marzo por sus destinatarios, quienes las esperaban igual de ansiosos que si hubieran estado aguardando que sus hijos fueran aceptados en Harvard o Yale. Algunos padres reconocÃan lo absurdo de toda aquella expectación, aunque insistÃan en que merecÃa la pena porque Atwood era un colegio fabuloso, capaz de ofrecer a cada niño la atención individualizada que necesitaba. Además, ser alumno de la escuela conllevaba un elevado estatus social (un detalle que todos preferÃan no mencionar), y los estudiantes que se aplicaban en secundaria solÃan ingresar en las principales universidades del paÃs. Conseguir que un niño entrara en Atwood suponÃa todo un triunfo. El colegio, que acogÃa a unos seiscientos cincuenta estudiantes, gozaba de una ubicación privilegiada en Pacific Heights y podÃa presumir de un reducido número de alumnos por clase, a los que, por si fuera poco, también ofrecÃa orientación académica y psicológica como parte de sus servicios.
Cuando por fin llegó el miércoles previsto para el ingreso de la nueva promoción de párvulos, hacÃa uno de esos raros dÃas calurosos de septiembre en San Francisco. La temperatura superaba desde el domingo los treinta y dos grados de dÃa y los veintisiete de noche. Un tiempo tan extremo solo se daba una o dos veces al año, y todo el mundo sabÃa que cuando apareciese la niebla, y serÃa inevitable, el calor se acabarÃa y volverÃan las temperaturas de entre quince y dieciocho grados diurnos y entre diez y trece nocturnos, acompañadas de fuertes y frÃos vientos.
En condiciones normales a Marilyn Norton le encantaba el calor, pero en su noveno mes de embarazo, cuando solo le faltaban dos dÃas para salir de cuentas, no lo estaba llevando muy bien. Esperaba su segundo hijo, otro varón, e iba a ser grande. Apenas podÃa moverse, y tenÃa los tobillos y los pies tan hinchados que solo habÃa podido meterlos en unas chanclas de goma. Llevaba unos enormes pantalones cortos de color blanco que ahora le quedaban pequeños y una camiseta también blanca de su marido que se le ceñÃa al vientre. Ya no le quedaba ropa que le fuera bien, pero el bebé no tardarÃa en llegar. Se alegraba de haber podido acompañar a Billy al colegio en su primer dÃa. El niño se sentÃa nervioso y Marilyn querÃa estar con él. Su padre, Larry, podrÃa haberlo llevado —a no ser que ella se hubiera puesto de parto, en cuyo caso una vecina se habÃa comprometido a hacerlo—, pero Billy querÃa ir con su mamá el primer dÃa, como todos los demás niños. Asà que Marilyn se sentÃa feliz de estar allÃ, y Billy se agarraba a su mano con fuerza mientras se dirigÃan al hermoso y moderno centro escolar. Cinco años atrás, el colegio habÃa construido un nuevo edificio con el apoyo económico de los padres de los alumnos actuales, y de los agradecidos progenitores de antiguos alumnos que habÃan prosperado en sus estudios.
Cuando se aproximaban, Billy le lanzó a su madre una ojeada inquieta. Llevaba en la mano un pequeño balón de fútbol americano y le faltaban los dos incisivos superiores. Madre e hijo compartÃan una espesa cabellera roja y rizada, asà como una gran sonrisa. La de Billy le hacÃa mucha gracia a su madre, que lo encontraba monÃsimo sin sus dientecitos de arriba. Era un niño adorable y siempre habÃa sido tranquilo. QuerÃa que todo el mundo estuviera contento, era muy cariñoso con su madre y le encantaba complacer a su padre, y sabÃa que la mejor forma de hacerlo era hablar de deportes con él. Recordaba todo lo que su padre le contaba sobre los partidos. TenÃa cinco años, y desde los cuatro decÃa que algún dÃa querÃa jugar al fútbol americano en los San Francisco 49ers. «¡Ese es mi chico!», solÃa exclamar Larry Norton, orgulloso. Era un fanático de los deportes en general y del fútbol americano, el béisbol y el baloncesto en particular. Jugaba al golf entre semana con sus clientes y al tenis los fines de semana. HacÃa ejercicio todas las mañanas sin falta y animaba a su mujer a seguir su ejemplo. Marilyn tenÃa buen cuerpo, cuando no estaba embarazada, y habÃa jugado al tenis con él durante el embarazo, hasta que engordó demasiado para llegar a la pelota corriendo.
Ahora tenÃa treinta años. HabÃa conocido a Larry hacÃa ocho, nada más salir de la universidad. Trabajaban en la misma compañÃa de seguros. Larry era muy atractivo y le llevaba ocho años. Enseguida se fijó en Marilyn, y se burlaba de ella por su pelo cobrizo. Todas las mujeres de la oficina le encontraban muy guapo y deseaban salir con él. Marilyn fue la afortunada ganadora, y se casaron cuando la joven contaba veinticuatro años. Enseguida se quedó embarazada de Billy, y habÃa esperado cinco años para tener a su segundo bebé. El padre estaba encantado de que fuese otro niño, y se iba a llamar Brian.
Larry habÃa vivido una corta carrera en las ligas menores de béisbol. PoseÃa un legendario brazo de lanzador, y todo el mundo daba por seguro que llegarÃa a las grandes ligas. Sin embargo, una fractura fragmentada de codo sufrida en un accidente de esquà puso fin a su futuro en el béisbol, y Larry comenzó a trabajar en el sector de los seguros. Al principio se lo tomó muy mal; empezó a beber demasiado, y cuando lo hacÃa se dedicaba a flirtear con todas las mujeres que encontraba a su alcance, aunque él insistÃa en que solo era un bebedor social. Era el alma de las fiestas. Cuando Marilyn y él se casaron, dejó la compañÃa de seguros y se puso a trabajar por su cuenta. Era un vendedor nato y creó una rentable agencia de corretaje de seguros que les brindaba una vida cómoda y lujosa. Adquirieron una casa preciosa en Pacific Heights, y Marilyn dejó de trabajar. Los clientes favoritos de Larry eran los deportistas profesionales de las grandes ligas; confiaban en él y ahora representaban el pilar de su economÃa. A sus treinta y ocho años, contaba con una buena reputación y un negocio próspero. SeguÃa frustrado por no haber llegado a ser jugador de béisbol, aunque reconocÃa tener una vida estupenda, una mujer muy guapa y un hijo que, si de él dependÃa, serÃa deportista profesional. Si bien su vida no habÃa resultado ser como habÃa planeado, Larry Norton era un hombre feliz. No habÃa acompañado a Billy en su primer dÃa de colegio porque esa mañana estaba desayunando con un jugador de los San Francisco 49ers para venderle más seguros. En casos asÃ, sus clientes siempre eran lo primero, sobre todo si se trataba de estrellas. Sin embargo, muy pocos padres habÃan ido a llevar a sus hijos, y a Billy no le importaba. Su padre le habÃa prometido un balón firmado y varios cromos del jugador con el que estaba desayunando. A Billy le hacÃa mucha ilusión, y estaba contento de ir al colegio solo con su madre.
En la puerta del parvulario una maestra le dedicó a Billy una cálida sonrisa, y este la miró con timidez sin soltar la mano de su madre. Era joven y bonita, y tenÃa el cabello largo y rubio. ParecÃa recién salida de la universidad. Su tarjeta de identificación decÃa que era maestra asistente y que se llamaba señorita Pam. Billy también llevaba una tarjeta con su nombre. Una vez dentro del edificio, Marilyn le llevó a su aula, donde ya habÃa una decena de niños jugando. Su maestra acudió a recibirle y le preguntó si querÃa dejar el balón de fútbol americano en su casilla para tener las manos libres y poder jugar. Se llamaba señorita June y tenÃa más o menos la misma edad que Marilyn.
Billy vaciló ante la pregunta y luego negó con la cabeza. TenÃa miedo de q