1
Miércoles, 25 de junio
David Hammar miró por la ventana curvada del helicóptero. Estaban a trescientos metros de altura y tenÃan a la vista un extenso paisaje. Se ajustó el auricular que le permitÃa hablar en tono normal con los otros.
—Allà —dijo volviéndose hacia Michel Chamoun, que iba en el asiento de atrás observando también el paisaje a través del cristal de la ventana. David señaló la silueta del castillo Gyllgarn que empezaba a perfilarse abajo.
El piloto ajustó el rumbo.
—¿Cuánto quieres que nos aproximemos? —preguntó fijando la mirada en el objetivo.
—No demasiado, Tom. Lo suficiente para que podamos verlo mejor —respondió David contemplando el castillo—. No quiero llamar la atención sin necesidad.
Debajo de ellos se extendÃa una vasta zona de prados verdes, aguas cristalinas y árboles frondosos, como un idÃlico cuadro campestre. El castillo se hallaba en un islote, en medio de un riachuelo inusualmente ancho cuyas aguas discurrÃan a ambos lados del islote, formando un foso natural que en otros tiempos sirvió de defensa contra los enemigos.
Tom hizo que el helicóptero describiera un amplio giro.
Al acercarse distinguieron caballos y ovejas pastando en la amplia pradera. Una sucesión de enormes robles centenarios formaban una especie de bulevar a un lado de la autopista. También se veÃan zonas de árboles frutales bien cuidados y plantaciones de vivos colores alrededor del idÃlico castillo.
«Esto es un auténtico paraÃso.»
—El agente inmobiliario con el que he hablado calcula que el valor de la propiedad supera los treinta millones —dijo David.
—Eso es mucho dinero —opinó Michel.
—Y hay que añadir el valor del bosque y del terreno. Y el valor del agua. Hay varios miles de hectáreas de tierra y de agua, solo eso supera los doscientos millones.
David siguió enumerando los bienes: piezas de caza en el bosque y un montón de propiedades menores que pertenecÃan a la finca. A lo que habÃa que añadir los inventarios, por supuesto, los botines de guerra del siglo XVII, los servicios de plata y los objetos de arte ruso. Y una colección de obras de arte de los últimos tres siglos. Todas las empresas de subastas del mundo se lo iban a disputar.
David volvió a mirar hacia delante. Michel se fijó en el castillo amarillo que estaban sobrevolando.
—¿Y todo esto es propiedad de la empresa, no de la familia? —preguntó este con gesto incrédulo.
David asintió con la cabeza.
—Es increÃble que hayan optado por esta solución —añadió—. Asà suelen ir las cosas cuando te crees invencible.
—Nadie es invencible —repuso el otro.
—No, desde luego.
Michel miraba por el cristal de la ventana sin perderse detalle. David se mantenÃa expectante mientras los ojos oscuros de su amigo recorrÃan las propiedades.
—Es una verdadera joya nacional —afirmó Michel—. Si vendemos todo esto habrá fuertes protestas públicas.
—Si vendemos, no; cuando vendamos —puntualizó David.
Porque lo iban a hacer, de eso estaba seguro. Iban a fraccionar esos terrenos fecundos y luego se los iban a vender al mejor postor. La gente se quejarÃa, sin duda. Sobre todo los propietarios, esos sà que iban a gritar. David sonrió ligeramente al pensar en ellos y miró a Michel.
—¿Has visto lo suficiente?
Michel asintió.
—¿PodrÃas llevarnos de nuevo a la ciudad, Tom? —dijo David—. Hemos terminado aquÃ.
El piloto elevó el helicóptero realizando un amplio giro, dejó atrás el idÃlico entorno y puso rumbo a Estocolmo sobrevolando autopistas, bosques y zonas industriales.
Quince minutos después entraron en el área de control de la capital y Tom empezó a hablar con la torre de control del aeropuerto de Bromma. David oyó sin prestar demasiada atención las breves frases estandarizadas que intercambiaban.
—One thousand five hundred feet, request full stop landing, three persons on board.
—Approved, straight in landing, runway three zero...
Tom Lexington era un piloto experto, manejaba el helicóptero con movimientos tranquilos y mirada atenta. Los dÃas laborables trabajaba para una empresa privada de seguridad. ConocÃa a David desde hacÃa tiempo y le ofreció sus conocimientos de vuelo y su tiempo cuando quisiera sobrevolar el castillo para verlo.
—Te agradezco que nos hayas llevado —dijo este.
Tom no respondió nada, se limitó a inclinar levemente la cabeza como muestra de que lo habÃa oÃdo.
David se volvió hacia Michel.
—Falta un rato para que empiece la reunión del grupo de gestión —dijo mirando el reloj—. Ha llamado Malin. Todo está preparado —añadió refiriéndose a Malin Theselius, jefa de comunicación de ambos.
Michel se acomodó en el asiento trasero procurando no arrugarse el traje. Era corpulento. Se rascó la cabeza rasurada y por un instante brillaron los anillos que llevaba en las manos.
—Te van a despellejar vivo —dijo mientras sobrevolaban Estocolmo a trescientos metros de altura—. Supongo que lo sabes.
—«Nos» van a despellejar —corrigió David.
Michel sonrió con ironÃa.
—De eso nada. Tú eres el chico de la portada y el malvado inversor de capital de riesgo. Yo soy el hijo de inmigrantes que solo obedece órdenes.
Michel era el hombre más listo que conocÃa, además de socio mayoritario de Hammar Capital, la entidad de capital de riesgo de David. Juntos iban a diseñar el nuevo mapa financiero sueco. Pero Michel tenÃa razón. David era el fundador y tenÃa fama de ser duro y arrogante; la prensa financiera se centrarÃa en él y lo pondrÃa a caldo. Y a él le hacÃa ilusión.
Michel bostezó.
—Cuando esto termine me tomaré unas vacaciones y dormiré por lo menos una semana.
David se dio la vuelta y contempló los suburbios que se vislumbraban a lo lejos. Él no estaba cansado; al contrario, llevaba media vida esperando ese combate y no querÃa vacaciones. QuerÃa guerra.
HacÃa casi un año que lo planeaban. Era el negocio más importante que habÃa abordado Hammar Capital hasta entonces. Una OPA hostil contra una empresa enorme; las semanas siguientes serÃan decisivas. Nadie habÃa hecho nada parecido.
—¿Qué piensas? —preguntó David por el auricular. ConocÃa a fondo a su amigo, sabÃa que su silencio tenÃa un significado, que el agudo cerebro de Michel estaba ocupado con algún problema jurÃdico o financiero.
—Pienso sobre todo en lo difÃcil que va a resultar seguir haciendo esto en secreto —dijo Michel—. Habrán empezado a hacerse preguntas sobre los movimientos en la bolsa. No pasará mucho tiempo hasta que alguien, un accionista tal vez, empiece a filtrar cosas a la prensa.
—Sà —convino David, pues siempre hay detalles que se escapan—. Tapémoslo mientras podamos —concluyó.
HabÃan mantenido muchas veces esa discusión. Los escuetos argumentos buscaban huecos lógicos y se hacÃan más fuertes, más sagaces.
—Tenemos que seguir comprando —añadió—. Pero cantidades inferiores a las de antes. Hablaré con mis contactos.
—El precio de las acciones está subiendo muy deprisa.
—Lo he visto —dijo David.
El gráfico de la cotización de las acciones parecÃa una ola que se hacÃa cada vez mayor.
—Vamos a ver cuánto tiempo se mantiene económicamente —concluyó.
Siempre habÃa un equilibrio en la rapidez con la que se podÃa avanzar. El incremento del valor de las acciones de una sociedad dependÃa directamente de la agresividad con la que se negociaban. Si además las compraba Hammar Capital, la cotización se disparaba. Actuaban con suma cautela. Las adquirÃan a través de testaferros de confianza, dÃa tras dÃa y en pequeñas cantidades. Ligeros movimientos que solo producÃan una leve ondulación en la inmensa superficie bursátil. Pero tanto él como Michel se daban cuenta de que se estaban acercando a un lÃmite crucial.
—SabÃamos que tarde o temprano tendrÃamos que hacerlo público —dijo David—. Malin lleva semanas puliendo el comunicado de prensa.
—Se van a volver locos —dijo Michel.
—Lo sé. —David sonrió—. Solo queda esperar que podamos seguir volando bajo el radar de la bolsa un poco más.
Michel asintió. Después de todo, era a lo que se dedicaba Hammar Capital. Sus equipos de analistas buscaban empresas que no iban tan bien como deberÃan. David y Michel identificaban los problemas, que a menudo eran el resultado de una gestión incompetente, y luego compraban todas las acciones del mercado para obtener una posición mayoritaria.
Después entraban ellos, de un modo brutal. Tomaban el relevo y reestructuraban. ReducÃan y depuraban. VendÃan y obtenÃan beneficios. Lo que mejor se les daba era comprar y mejorar la adquisición. Unas veces se llevaba a cabo sin ningún contratiempo, la gente colaboraba y Hammar Capital lograba su objetivo. Otras surgÃan conflictos.
—Sin embargo, me gustarÃa tener de nuestra parte a algún miembro de la familia propietaria —dijo David mientras la zona sur de Estocolmo se desplegaba delante de ellos.
Para que una OPA hostil de esa envergadura resultara, era esencial contar con el apoyo de uno o varios de los principales accionistas, por ejemplo alguna de las enormes gestoras de fondos de pensiones. David y Michel habÃan dedicado mucho tiempo a convencerlas, asistiendo a interminables reuniones y haciendo innumerables cálculos. Porque el hecho de que algún miembro de la familia propietaria estuviera de su parte tenÃa varias ventajas. Por un lado, era un enorme prestigio, obviamente. En especial tratándose de Investum, una de las empresas más importantes y más antiguas del paÃs. Por el otro, si ellos pudieran demostrar que tenÃan de aliado a alguien del entorno familiar, muchas otras empresas les seguirÃan y votarÃan de forma automática a favor de Hammar Capital.
—FacilitarÃa mucho el proceso —añadió.
—¿Pero quién?
—En esa familia hay una persona que ha seguido su propio camino —comentó David; el aeropuerto de Bromma empezaba a distinguirse en el horizonte.
Michel se quedó en silencio un momento.
—Te refieres a la hija, ¿no? —dijo.
—SÃ. Es una desconocida, pero al parecer tiene mucho talento —respondió David—. Es posible que no le agrade la forma en que la tratan los hombres.
Investum no era solo una empresa vieja y tradicional. Era patriarcal hasta el punto de hacer que los años cincuenta parecieran modernos e inspiradores.
—¿Crees de verdad que vas a poder persuadir a algún miembro de esa familia? —preguntó Michel en tono de duda—. No eres precisamente popular entre ellos.
David tuvo que contener la risa ante tal comentario.
Investum estaba bajo el control de la familia De la Grip y tenÃa un volumen de negocio de miles de millones diarios. Investum, es decir, la familia, controlaba indirectamente casi una décima parte del PIB de Suecia y era propietaria del banco más importante del paÃs. Estaba representada en casi todos los consejos de administración de las principales empresas suecas. Los De la Grip eran aristócratas, tradicionales y ricos. Estaban todo lo cerca que se podÃa estar de la realeza sin formar parte de ella. Y su sangre era mucho más azul que la de algunos Bernadotte, la familia real sueca. Era inverosÃmil que el advenedizo David Hammar lograra que alguien de las más altas esferas —conocida además por su lealtad—cambiara de bando y se pasara al de él, un tristemente famoso inversor de capital de riesgo dedicado a la piraterÃa empresarial.
Pero ya lo habÃa hecho antes. HabÃa convencido a miembros de distintas familias de que hicieran causa común con él, lo que con frecuencia implicaba que tras su paso quedaran lazos familiares destrozados, lo cual por lo general lamentaba. En este caso solo serÃa una bienvenida bonificación.
—Lo intentaré —dijo.
—Eso raya la locura —dijo Michel.
Y no era la primera vez que lo decÃa en el transcurso del año.
David asintió con la cabeza.
—Ya la he llamado para decirle que quiero que hablemos durante un almuerzo de trabajo.
—Por supuesto —dijo Michel mientras el helicóptero iniciaba el descenso para aterrizar. El vuelo habÃa durado menos de treinta minutos—. ¿Y qué ha dicho?
David recordó