CapÃtulo 1
—¡El agua está muy frÃa! —La modelo deja escapar un chillido de niña pequeña—. ¿No se podrÃa mezclar con agua caliente?
—Eso ya deberÃas saberlo, bonita. No es la primera vez que trabajas para mà —le responde el fotógrafo sin dejar de moverse para encontrar el ángulo perfecto—. El agua caliente no es buena para hacer fotos de chicas en bikini porque los pechos se relajan, los pezones se duermen y la revista no alcanzará las ventas deseadas.
Me siento en una silla de playa que ha utilizado la anterior modelo. La mulata de labios gruesos tampoco ha tenido suerte. Lorenzo querÃa simular que sudaba bajo un sol abrasador y un chico oriental lleno de tatuajes le ha pulverizado el cuerpo, mientras ella abrÃa la boca conteniendo los gritos para no disgustar al fotógrafo.
—Demasiado brillo en los labios.
La maquilladora se acerca corriendo para retocar a la chica. Lorenzo aprovecha esta parada para descansar los brazos.
—Quiero más mechones sueltos.
La modelo se queda muy quieta. Ahora tiene a dos personas que la acicalan y sabe que no debe pestañear de nuevo hasta que se retiren.
—Los hombres que pasan por delante del quiosco cada mañana, camino de su trabajo, necesitan un estÃmulo para detenerse y meter la mano en el bolsillo buscando el billete de cinco dólares. La revista tiene que susurrar a ese muchacho de Arkansas que ha venido a Nueva York buscando el sueño americano y trabaja doce horas diarias. Alguien que llegará a su apartamento y cenará solo delante de la televisión una bandeja de comida precocinada, que la mitad de las veces no terminará porque estará tan cansado que se quedará dormido en el sofá. «Cómprame —escuchará—. Soy tu revista, esa con la que te vas a meter al baño para relajarte después de adquirir y vender acciones a grito pelado en la bolsa».
Lorenzo acaricia su cámara de fotos. Habla sin dejar de caminar, no mira a nadie, pero se dirige a todos. Tomando un botellÃn de agua, bebe y deja el estudio en completo silencio durante cinco segundos. Se seca la boca con un gesto masculino y reanuda su discurso.
—El ejecutivo que tiene mujer, dos hijos con ortodoncias, un golden retriever, y vive en un barrio residencial, a una hora de distancia de la Gran Manzana. Tiene una casa con jardÃn, piscina, cinco habitaciones, cocina de concepto abierto y su refugio en el sótano. Es la habitación del guerrero, donde se reúne con sus amigos delante de una televisión de cien pulgadas. Ese también escuchará: «Méteme en tu maletÃn. No me toques hasta que regreses a casa en el tren de las seis y cuarto. Solo entonces pasarás mis hojas despacio y observarás mis fotos». Los miércoles los chicos tienen entrenamiento de natación y no llegarán hasta las ocho. Su mujer estará en casa preparando la cena. La revista le dirá: «Entra directamente a la cocina, deja caer el maletÃn, besa a tu mujer en el cuello. Se dará media vuelta sorprendida porque hace mucho tiempo que no lo haces. Entonces, aprovecharás ese momento de desconcierto para llevarla en volandas hasta la mesa donde, animado por mis páginas llenas de imágenes de chicas con escuetos bikinis y pezones duros, echaréis un polvo apoteósico que os dejará sonriendo como tontos el resto del dÃa».
Todos asienten como si Lorenzo acabase de hacerles una revelación que cambiará sus vidas. SonrÃo moviendo condescendiente la cabeza a ambos lados. Ocho meses viviendo con Lorenzo contienen suficientes dÃas, horas y minutos para memorizar sus frases estrella, las que tantas veces he escuchado en las reuniones de trabajo, en nuestras cenas de amigos y cuando estamos solos después de un largo y agotador dÃa de trabajo e intercambiamos impresiones. ¡No soporto sus discursos! Últimamente, me pregunto por qué continuamos juntos.
No puede verme, no es bueno interrumpir cuando está creando y todavÃa hay dos modelos vestidas con diminutos conjuntos de dos piezas esperando. Me relajo deslizándome hasta encontrar una postura cómoda y recuerdo…
Nos conocimos en Florida. ¡Aquel sà que fue un viaje extraño! Yo habÃa empezado a trabajar en mi actual empresa hacÃa pocos dÃas y mi jefe habÃa requerido mi presencia en ese viaje como su ayudante personal. Llevaba cuatro años viviendo en Estados Unidos, trabajando siempre en la industria de la moda, y nunca me habÃan pedido que me desplazase para contemplar una sesión de fotos.
Mi especialidad son las ventas internacionales y no necesito ver cómo las modelos posan con los bikinis para exportarlos a tiendas de lujo de los cinco continentes. A algunos compradores les gusta observar las sesiones fotográficas. En mi anterior empleo los habÃa acompañado un par de veces. Ellos querÃan ver carne debajo de los bikinis y yo aprovechaba para resolver cualquier duda sobre cuestiones financieras que pudieran plantear.
En esa ocasión nadie excepto nosotros, como representantes de la empresa que los elabora, estarÃa presente. No me imaginaba qué tipo de ayuda podrÃa necesitar mi jefe cuando él mismo conocÃa todos los datos tan bien o mejor que yo. Tuve un mal presentimiento y a punto estuve de mostrar mi desacuerdo con mi superior. Me mordà la lengua, habÃa trabajado duramente para entrar en esa empresa y no pensaba estropearlo quejándome por tener que pasar dos dÃas en Florida.
Mi jefe era un hombre de mediana edad. Educado y tranquilo, tenÃa en su despacho una foto de su mujer y otra de sus tres hijas. Cuando me le presentaron mantuvo su mirada en mis ojos y eso me dio tranquilidad.
Siempre fui una niña muy alta y cuando mi cuerpo, que hasta los doce años solo habÃa conocido rectas, empezó a cambiar, se encaprichó de las curvas y me dejó unos hermosos pechos y unas caderas de mujer latina que poco tenÃan que ver con mi pelo rubio y mis ojos verdes.
Mi madre ha sido y es una mujer preciosa. «La SofÃa Loren» la llaman donde vivimos, el barrio de Bilbao. Con diecisiete años tuvo un corto romance con el profesor de inglés de la academia a la se habÃa apuntado para mejorar su nivel. El color de mis ojos y el de mi pelo le recordaron durante mucho tiempo que los errores se pagan caro y se mantuvo alejada de los hombres hasta hace seis años. Desde entonces es feliz compartiendo su vida con Armand