«Y el tesoro de la isla yace bajo algunas rimas en la cumbre prohibida de Vaea, en Vailima».
LUIS EDUARDO AUTE, Vailima
«I’m in love for the first time».
JOHN LENNON. «Don’t Let Me Down», en Let it be, de The Beatles
«De noche, en la cama, pensé que era un material espléndido para un libro infantil: una biblioteca poblada por benévolos fantasmas de bibliotecarias viejas, que al revolotear por las estanterÃas dejan pistas entre el polvo de los libros para ayudar a tres niños intrépidos a encontrar el tesoro enterrado bajo el suelo. ¿Y qué mejor escondrijo para algo misterioso que una biblioteca? Miles de libros cerrados, cientos de anaqueles...».
REBECCA MAKKAI. El devorador de libros.
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Es normal que en aquel momento no fuese consciente de lo que pasaba. Estaba cansado, mucho, presa de un agotamiento que se concentraba, hasta la contractura, en mis cervicales después de tantas horas de tensión, de pie tanto tiempo, acelerado y con taquicardias, esforzándome por controlar la ansiedad y no gritar y pedirles a todos que se fueran y que me dejasen en paz. HabÃa oÃdo decir a alguien horas antes que lo que tenÃa que hacer era tomar una pastilla e intentar dormir un poco. De hecho, esto es lo que se dice siempre en este tipo de situaciones, o lo que se les recomienda a los familiares más directos del muerto para que lleven mejor el asunto del tanatorio, recibir los pésames, ocuparse del papeleo de los curas: que alguien le dé un tranquilizante y que duerma un poco, que asà por lo menos no sufre. No sé quién fue el que dijo eso. Está claro que fue un consejo nacido de la buena fe, eso de que me tomase un calmante y me echase a dormir, pero dije que no, claro que no. No querÃa ninguna pastilla que me tranquilizase en aquel instante que sabÃa duro y espantoso. QuerÃa estar lúcido y entero, como sé que mi padre habrÃa querido que me mostrase en una situación asÃ. Él siempre decÃa que en cualquier lugar y circunstancia habÃa que saber estar, y que para eso hay que esforzarse, aunque cueste, en mantener siempre las formas y no dar el espectáculo. Mi madre, más seca, dirÃa que lo que hay que hacer es comportarse «como gente de nuestra clase y posición». Esa expresión, básicamente, quiere decir que nunca se deben mostrar los sentimientos en público, porque los ricos, ya se sabe, ni lloramos ni reÃmos ni sufrimos ni nos alegramos.
Mamá es una experta en eso de no mostrar emociones en público y en eso de demostrar que somos ricos.
En fin, mamá es experta en no mostrar emociones. Ni en público ni en privado.
En el entierro de mi padre, desde luego, tenÃa claro que iba a mantener las formas y guardarme las emociones bien dentro, donde nadie pudiese verlas. Aunque lo que en realidad me pedÃa el cuerpo era sentarme en aquel sofá de la sala 8 del tanatorio municipal, delante del cristal y de su cadáver trajeado, y llorar su muerte inesperada, liberar un llanto grande y desgarrado que dejase clara la dimensión exacta del drama que suponÃa que se hubiese muerto mi padre de esa manera sorprendente y cuando aún tenÃamos tantas cosas de las que hablar, tantos asuntos de los que reÃrnos, tantas conversaciones pendientes, a pesar de tanto como hablamos, conversamos y reÃmos en los años que estuvimos juntos. Pese a que eso era lo que querÃa, y probablemente lo que necesitaba, no iba a salir ni un solo sollozo de mi boca.
A esas alturas ya llevaba muchas horas sin parar de atender gente, de hablar con este y con aquel, ofreciendo mi mejor cara a todos los que quisieron acercarse a darle el último adiós.
Y fueron muchos.
Cuánta gente querÃa a mi padre.
Cuánto lo querÃan y cuánto lo sigo queriendo yo.
Cuánto me va a costar borrarlo de mi vida, dejarlo ir, como dicen que se debe hacer con los que se mueren. Que se marchen del todo para que no nos atormente el dolor de su ausencia.
A pesar de mis esfuerzos, estaba claro que en cualquier momento iba a colapsar. Llevaba muchas horas enfrentándome a la sorpresa de aquella muerte que nadie esperaba que sucediese. Si hubiésemos sabido que este momento llegarÃa... Si, por