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Estaban sentados en la terraza de Boccadasse, en silencio, disfrutando del aire fresco de la noche.
Livia se habÃa pasado todo el dÃa de un humor de perros. Siempre le pasaba lo mismo cuando Montalbano tenÃa que marcharse para volver a Vigà ta.
De repente, ella, que estaba descalza, dijo:
—¿Vas a buscarme las zapatillas? Tengo frÃo en los pies. Será que empiezo a hacerme vieja.
El comisario se volvió hacia ella, asombrado.
—¿Por qué me miras as�
—¿Tú empiezas a hacerte vieja por los pies?
—¿Qué pasa? ¿Está prohibido?
—No, pero yo habrÃa dicho que, primero, uno empezaba a hacerse viejo por algún otro órgano...
—No empieces a decir chorradas —replicó Livia en siciliano, cosa insólita en ella.
El comisario se quedó boquiabierto.
—Pero ¿por qué hablas as�
—Hablo como me da la gana. ¿Vale?
—No pretendÃa decir ninguna chorrada. Los órganos a los que me referÃa eran..., yo qué sé, la vista, el oÃdo...
—¿Quieres hacer el favor de ir a buscarme las zapatillas o no?
—¿Dónde están?
—¿A ti qué te parece? Al lado de la cama. Las que tienen forma de gato.
Montalbano se levantó y se dirigió al dormitorio.
Aquellas zapatillas debÃan de mantener los pies calientes, pero le resultaban de lo más antipáticas porque eran clavaditas a dos gatos blancos y peludos con la cola negra. Por descontado, no las vio al lado de la cama.
Seguro que estaban debajo. Se acuclilló, pensando: «¡La espalda! Otra parte del cuerpo que te avisa de los primeros sÃntomas de la vejez.»
Alargó el brazo y empezó a tantear el suelo.
Tocó el pelo de una zapatilla y estaba ya a punto de agarrarla cuando un fuerte dolor lo pilló por sorpresa.
Apartó la mano al instante y se dio cuenta de que en el dorso tenÃa un profundo arañazo del que incluso salÃa un poco de sangre.
¿Era posible que hubiera sido un gato de verdad?
Pero ¡si en Boccadasse no habÃa gatos!
Entonces encendió la lámpara de la mesilla de noche, la cogió y la acercó para descubrir qué lo habÃa arañado.
No podÃa creer lo que veÃa.
Una de las zapatillas seguÃa siendo zapatilla, pero la otra se habÃa transformado en un gato con todas las de la ley que lo contemplaba amenazante con las orejas gachas y el pelo erizado.
Pero ¿cómo era posible?
Lo dominó un arrebato de rabia.
Se levantó, dejó la lámpara, se fue al baño, abrió el armarito de las medicinas y se desinfectó la herida con un poco de alcohol.
Acto seguido, volvió a la terraza y se sentó sin decir ni mu.
—¿Y las zapatillas? —preguntó Livia.
—Ve a buscártelas tú, si te atreves.
Livia lo miró con desdén, negó con la cabeza como compadeciéndolo, se levantó y entró en la casa.
Montalbano se miró la herida de la mano. La hemorragia se habÃa cortado, pero el arañazo era profundo.
Livia volvió, se sentó y cruzó las piernas; llevaba las zapatillas puestas.
—¿No has visto un gato? —preguntó Montalbano.
—Pero ¿qué dices? En mi casa nunca ha entrado un gato.
—Ya, ¿y esto quién me lo ha hecho? —replicó él, mostrándole la herida.
Y entonces, con enorme estupor, comprobó que no tenÃa nada en el dorso de la mano, que estaba sana, perfecta. <