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Maxi
Llegaba escandalosamente tarde. En el coche con chófer que le llevaba hasta el Teatro Real, Maxi se revolvÃa inquieto mirando el móvil continuamente. QuerÃa confirmar que no habÃa más mensajes de Raquel. Quizá ya ni le dejaran entrar; entonces sà que estarÃa en un buen lÃo.
El wasap le llegó a última hora, justo cuando estaba en chándal tumbado en el sofá, en lo mejor de un capÃtulo de Juego de tronos mientras comÃa un grasiento cuarto de libra con patatas, saltándose la dieta a la torera.

Se metió rápidamente en la ducha y tras perfumarse convenientemente preparó la ropa. Esta vez no irÃa en plan macarra como siempre; la ocasión requerÃa su mejor traje. Se pondrÃa el de Armani, que le quedaba tan bien. Raquel se lo habÃa regalado al cumplir un mes en la agencia. Camisa blanca, por supuesto con gemelos, corbata negra fina y zapatos ingleses de cordones. Se inspeccionó cuidadosamente en el espejo de cuerpo entero del armario y comprobó que todo estaba en orden. Con aquel traje se parecÃa bastante a uno de aquellos tÃos de los anuncios de Martini. Estaba bueno, las cosas como eran. Quizá no podÃa decirlo en voz alta, pero desde luego tenÃa todo el derecho a pensarlo. No comprendÃa cómo habÃa vivido tantos años sin ser consciente de ello.
Aún llevaba el pelo mojado, pero eso era sexy; lo húmedo siempre era sexy para ellas. Le dio un trago largo a la fanta de naranja que habÃa dejado encima de la mesa y salió a toda prisa de la casa.
El Jaguar le esperaba en la puerta tal y como habÃa dicho Raquel.
Mientras el coche se deslizaba por la Castellana como si el asfalto fuese de mantequilla, Maxi revisó la ficha que Raquel le habÃa enviado por mail hacÃa pocos minutos. Esta vez no habÃa tiempo de prepararse nada. Miró la ópera a la que en teorÃa iba a asistir: Las bodas de FÃgaro, de Mozart. Buscó algo de información rápidamente en Google; saldrÃa del paso como pudiera. Ya habÃa visto otras de Mozart. Recordó los nombres y los apuntó en las notas de su móvil. Se trataba de la dueña de una galerÃa de arte de México D. F. Se imaginó las preguntas que le harÃa y se respondió mentalmente las respuestas. Apuntó un par de artistas contemporáneos que se habÃa aprendido: Basquiat, Bacon, Hockney. No era cuestión de parecer un paleto si ella le preguntaba cuáles eran sus pintores favoritos. Escribió en el móvil: Frida Kahlo, Diego Rivera. No conocÃa a más artistas mexicanos, pero bueno, suficiente para salvar el tipo. HacÃa apenas unos meses ni siquiera sabÃa muy bien dónde estaba México.
En otro mail, Maxi leyó lo que se esperaba de él. En esta ocasión era algo directo, sin muchos rodeos. La tÃa querÃa ir al grano, asà se lo habÃa dicho a la propia Raquel al concertar la cita.
Cuando el coche le dejó en la plaza de Isabel II y llegó corriendo a la entrada del Real, el exterior ya estaba desierto. Obviamente, todos estaban dentro. Era la primera representación de la temporada, una cita ineludible para la sociedad madrileña.
—Lo siento, caballero, pero hace diez minutos que ha empezado la ópera. No puede usted pasar ya, está prohibida la entrada una vez comenzada la representación.
Maxi miró a la chica de la puerta de arriba abajo y supo que era el momento de sacar la artillerÃa pesada. Fingió acento argentino; sabÃa que asà funcionarÃa mejor.
—Sé que llego tardÃsimo, pero escucháme. Me tenés que dejar pasar. Es asunto de vida o muerte, ¿sabés? ¿Cómo te llamás? ¿Puedo preguntarte tu nombre?
—Soledad, pero no puedo dejarle entrar.
—Soledad, qué hermoso nombre tenés. Ahà dentro está mi futura esposa con mis suegros. Hoy es mi noche de compromiso y la he cagado. Como no entre en la ópera, estoy muerto, ¿me entendés, preciosa? Salváme la vida, linda. Si no, mi boda se arruina.
—Lo siento, son las normas. No puede ser. Como le deje pasar me juego mi puesto —dijo ella.
—Mirá, Soledad. Si te echan, te prometo que con lo linda que sos, te rapto y me escapo con vos. Lástima que esté comprometido —dijo Maxi rozando levemente el brazo de la chica y mostrando su radiante sonrisa con unas encantadoras paletas separadas—. Por favor, Soledad —dijo juntando las manos como haciendo una plegaria imaginaria.
—Pase rápido —dijo—; planta dos, palco cinco. Corra antes de que nos pille mi supervisor.
—Linda, bonita, preciosa, hermosa —le soltó Maxi corriendo ya hacia las escaleras, lanzándole un beso al aire a la chica, que no pudo evitar reÃrse mientras le miraba embobada.
Cuando abrió la puerta del palco, además de percibir los gritos de la ópera en toda su dimensión, vio un estilizado cuello que acababa en un moño alto, unos pendientes largos colgados de unas pequeñas orejas y unas piernas cruzadas sin medias y con altÃsimos tacones. Allà estaba su galerista.
Sin verle la cara, ya sabÃa que estaba buena. Respiró aliviado. Siempre era más agradable asÃ. Se acercó por detrás a su oreja, le rozó levemente el cuello y sintió como ella se estremecÃa.
—Soy Maxi, Eliana. Siento el retraso. Una urgencia familiar.
Ella le miró tratando de disimular su sorpresa. Le hizo con el dedo la señal de que se callara y le señaló el asiento de al lado. El palco estaba vacÃo a excepción de ellos dos.
Era más guapa que la media. Rubia y elegante, de unos cuarenta años y vestida muy sexy, con un escotado traje negro.
Mientras permanecÃa atenta al escenario como si no le importara su presencia, Maxi acercó más su silla a la de ella. Odiaba la ópera, no soportaba todos aquellos berridos. Era una de esas cosas de la gente de dinero que no acababa de comprender. Y todos tan callados como si estuvieran en un entierro. Daban ganas de darle un cubo de palomitas a cada uno. Maxi acercó, juguetón, los labios al oÃdo de la mujer.
—Eres guapÃsima, ¿lo sabÃas?
Ella volvió a hacerle el gesto con el dedo para pedirle silencio. ParecÃa un poco tÃmida o quizá jugaba a serlo.
—¿Qué dices? No entiendo mucho lo que está pasando —dijo ella.
Maxi se acercó de nuevo a su oÃdo.
—Que estás tremenda y me pones muy cachondo, eso es lo único que tienes que entender.
Ella sonrió y volvió a fijar la vista en el escenario.
Maxi intentó concentrarse en el perfil de la chica. Ella le miraba por el rabillo del ojo mientras movÃa nerviosamente la pierna. Era el momento de pasar a la acción. Casi nunca se equivocaba. Raquel siempre le decÃa que debÃa esperar a las instrucciones de las mujeres, que eran ellas quienes mandaban, pero lo cierto era que él, de un rápido vistazo, ya sabÃa lo que querÃan. TenÃa ese don.
Además, habÃa que hacer algo para soportar la hora y media de alaridos que aún le quedaba por delante. El tal Mozart debÃa de estar desquiciado para hacer esa música.
Empezó a deslizar el dedo Ãndice, muy despacio, por la nuca de la mujer, que seguÃa atenta al escenario. Maxi notó que se le ponÃa la carne de gallina y vio que empezaba a mover las piernas aún con más nerviosismo. DebÃa de ser su primera vez. De la nuca pasó al brazo y lo fue recorriendo del hombro a la muñeca hasta dar con un delicado reloj de pulsera. Notó que el ritmo de su respiración se aceleraba poco a poco, que entreabrÃa los labios y que sus pezones se empezaban a notar a través de la fina tela del vestido.
Con un movimiento seco, Maxi le agarró la pierna y frenó su ritmo histérico. Le acarició la pantorrilla y el empeine, su piel era suave. Le descalzó el zapato, que cayó al suelo sin que ella se quejase. Llevaba las uñas de los pies pintadas de negro.
Maxi no sabÃa cómo era capaz de excitarse en medio de aquel escándalo, pero la tal Eliana le ponÃa bastante. A veces le pasaba con algunas clientas. Le daba poder sentir que las excitaba. Subió hacia la rodilla; después, al muslo, abriéndose camino entre sus apretadas piernas. Ella le retiró la mano...
—Por favor, estamos en un lugar público...
—Y eso te pone aún más caliente, ¿verdad? —preguntó él.
Maxi volvió a la carga y notó como las piernas antes apretadas de ella ya no ofrecÃan tanta resistencia, como sus músculos y su expresión cambiaban, como inclinaba voluptuosamente la cabeza hacia atrás. Se abrió camino hasta más arriba de su muslo hasta dar con el delicado tacto de la seda de sus bragas. Entonces ella dio un respingo.
—Por favor... nos van a ver... —dijo mientras abrÃa las piernas ya sin ningún reparo y se ponÃa sobre el regazo una especie de chal que llevaba.
—No quieres que pare, nena. Para eso me has llamado, ¿no? Tienes las bragas empapadas —dijo Maxi mientras se las apartaba con cuidado e introducÃa la mano por dentro buscando su clÃtoris a la vez que ella empezaba a mover suavemente las caderas.
—Esta ópera es un coñazo, Eliana. Tú lo que necesitas es un poquito de rock and roll.
Después de correrse discretamente para evitar que sus gemidos se oyeran en el palco vecino, la mujer miró a Maxi sonriendo y le dijo:
—Yo no me llamo Eliana. Creo que te has equivocado de palco y de chica, pero ha sido muy excitante. Te puedes quedar el resto de la ópera, si quieres.
Maxi miró entonces su móvil. Allà estaba. Un mensaje incendiario de Raquel:
—La clienta lleva una hora esperán