Cuando cuento la maravillosa historia del médico que no querÃa vivir, me acuerdo de que habÃa tratado a la señora Barca muchos años antes. La mujer tenÃa el vientre enorme, una verdadera sandÃa. Y por más punciones que le practicaran en el hospital, regresaba a este en el mismo estado casi de inmediato. Se lo pinchaban de nuevo y volvÃan a extraerle casi tres litros de lÃquido. Una auténtica tragedia griega a la que el equipo facultativo tenÃa que enfrentarse. La señora Barca era una paciente asidua de urgencias. La primera vez que vio al joven médico, enfundado en su inmaculada bata de estudiante, se negó a que le vaciara la tripa.
—Soy un poco tiquismiquis. Me dan miedo las agujas y los estudiantes que las usan.
El joven médico, que estaba de prácticas, retrocedió hasta la puerta de la habitación y salió. Pero la visitó cada hora, sonriente, quedándose unos minutos antes de marcharse tal como habÃa llegado, silencioso y dócil. Cuando la paciente aceptó finalmente que se ocupara de su vientre, él lo hizo con una torpeza enternecedora y mucha delicadeza. Después de ese primer intento la señora Barca no quiso que nadie que no fuera él se ocupara de su tratamiento. El joven médico pasaba por su habitación entre dos y tres veces por semana. Como era lógico de esperar, se hicieron amigos. Por desgracia, un dÃa él le dijo:
—Señora Barca, mis prácticas se acaban. Pronto otro interno se ocupará de usted. Lo siento.
La mujer se quedó desconsolada. Y él se marchó a toda prisa.
Por supuesto, de vez en cuando el joven médico llamaba al hospital para tener noticias. Hablaba con sus sustitutos:
—¡Solo me quiere a mà y a nadie más! —le decÃan.
Por más que se alegrara por la señora Barca, no podÃa ignorar la extraña sensación de que un par de largos cuernos le crecÃan en la frente.
«¡Idiota!», pensaba. «Antes, solo te querÃa a ti…»
Al cabo de un año regresó a aquel hospital y se acercó a su antiguo departamento.
—¿Está la señora Barca?
—Esperamos que venga el jueves para realizarle una punción. ¿Querrás hacérsela tú?
—¡Por supuesto!
Llegado el dÃa señalado se levantó, se afeitó, se arregló su mata de pelo rubio y se puso una bata limpia.
Cuando entró en la habitación tuvo la sensación de que la mujer no habÃa cambiado, seguÃa teniendo la misma bonita cara, y se sintió afortunado por estar con ella y poder cuidarla de nuevo.
SÃ, realmente, pensó que era feliz.
Se sonrieron.
—¿Como antes? —preguntó la paciente.
—Como antes —respondió el joven.
El tiempo transcurrió y el médico cumplió cuarenta años. Su media melena se mantenÃa pulcramente recogida detrás de las orejas y aún tenÃa las mejillas sonrosadas. Pero sus labios eran ahora una lÃnea roja, y la expresión de su rostro era tan triste que todo él parecÃa apagado y desteñido.
En el trabajo siempre llevaba los mismos pantalones oscuros, la misma camisa clara impecablemente planchada. HabrÃa sido incapaz de vestirse de otra manera. Desde la muerte de su mujer era un hombre en blanco y negro.
Por lo demás, la mañana de invierno en que esta historia empezó los dioses del Norte habÃan salpicado de nieve la ciudad, el sol brillaba,