La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo y tan efÃmero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor.
Esa madrugada de octubre, sin embargo, Soledad estaba mucho más furiosa que aturdida. Demasiada ira es como demasiado alcohol, produce una intoxicación que te hace perder lucidez y criterio. Las neuronas se funden, la razón se rinde a la obcecación y sólo cabe un pensamiento en la cabeza: venganza, venganza, venganza. Bueno, tal vez quepan un pensamiento y un sentimiento: venganza y dolor, venganza y mucho dolor.
Imposible pensar en acostarse en ese estado, aunque a las nueve de la mañana tenÃa una cita muy importante en la Biblioteca. Pero en esas condiciones de incendio mental la cama sólo agravaba la situación. La oscuridad de las noches estaba llena de monstruos, en efecto, como Soledad temÃa y sospechaba en la niñez; y los ogros se llamaban obsesiones. Soltó un suspiro que sonó como un rugido y volvió a pinchar en el enlace. La página se abrió de nuevo, un diseño elegante en gris y malva. Buscó la pestaña que decÃa «GalerÃa» y entró. Aparecieron los tres primeros chicos en la pantalla; una foto de cada uno y una descripción sucinta, el nombre, la edad, la altura, el peso, el color de cabello y de ojos, la condición fÃsica. Atlética. Todos decÃan atlética, incluso aquellos que se veÃan un poco pasados de peso. En la primera foto casi todos estaban vestidos; pero si pinchabas en las imágenes salÃan dos o tres instantáneas más de cada hombre, por lo general alguna con el pecho descubierto y la cintura del pantalón más bien caÃda, dejando ver un tenso y tentador palmo de piel bajo el ombligo. Un par de ellos, más arriesgados, aparecÃan desnudos de cuerpo entero, aunque, eso sÃ, tumbados boca abajo y entre sombras, mostrando tan sólo la cúpula perfecta de las nalgas. En conjunto eran fotos bastante buenas, hechas con cierto gusto. Se notaba que se trataba de una página cara. ParaComplacerALaMujer.com. Eran escorts, gigolós. Prostitutos. El servicio mÃnimo, dos horas, costaba trescientos euros, hotel incluido. Las mujeres perdiendo, como siempre, rumió Soledad: los putos eran más caros que las putas.
Volvió a repasar la galerÃa con cuidado. HabÃa cuarenta y nueve hombres, la inmensa mayorÃa en la treintena, unos cuantos en la veintena, dos o tres de más de cuarenta años. Varios negros. No se podÃa decir que los chicos fueran feos; de hecho, casi todos respondÃan al patrón convencional de varón joven, fuerte y de facciones regulares. Pero, salvo uno o dos, no le gustaban. Los más guapos le parecÃan modelos de plástico, retocados y relamidos, sin expresión ni personalidad. Y a los menos agraciados les veÃa una tremenda cara de brutos. Claro que Soledad siempre habÃa sido difÃcil de contentar: su deseo era exigente, tiquismiquis y tiránico. En cualquier caso, ahora ni siquiera tenÃa que desear al gigoló. Sólo estaba buscando a alguien con un aspecto arrebatador. Un acompañante espectacular que le hiciera sentir celos a Mario. O por lo menos, si no celos, que viera que ella se las arreglaba muy bien sin él. Imaginó por un instante la escena en la ópera. Por ejemplo: ella entrando en el Teatro Real acompañada por el bombón y coincidiendo con Mario y su mujer en el vestÃbulo; y ella serena, liviana, impertérrita, dejando caer sobre su antiguo amante una ojeada helada y altiva; desde luego le iba a ser difÃcil mirar desde arriba a alguien que medÃa diez centÃmetros más que ella, pero, en su imaginación, Soledad conseguÃa cuadrar a la perfección esa geometrÃa del desprecio. Y otro ejemplo: ella sentada en el patio de butacas, él incrustado aburridamente con su mujer dos filas más atrás: y Soledad dedicada por entero al chico guapÃsimo, toda sonrisas y luz en los ojos, la perfecta estampa de la felicidad. Le dirÃa al escort que le pasara de cuando en cuando el brazo por los hombros, que mostrara cariño, todo muy sutil, sin darse ni siquiera un beso, la insinuación elegante de la carne escocÃa mucho más. ¡O por ejemplo! ¿Y si, al entrar o salir, se topaban de frente y no habÃa más remedio que saludarse? ¿Y si, en su nerviosismo, Mario le presentaba a su esposa? A su esposa embarazada. Con una pequeña cosa en la barriga. Pequeña todavÃa, inapreciable en el perfil de esa mujer joven y quizá guapa, pero palpitando ahà dentro, esa pequeña cosa llena de vida aferrada con sus uñitas transparentes a la placenta o a las tumefactas paredes del útero o a donde demonios fuera que se agarraran las pequeñas cosas. Bien; si Mario la saludaba y le presentaba a la tal Daniela, Soledad sonreirÃa en la plenitud de la dicha y le presentarÃa a... ¿Rubén, Francis, Jorge? No habÃa decidido todavÃa a qué gigoló contratar.
Repasó una vez más la galerÃa. En realidad no le servÃa casi ninguno. Todos tenÃan un aspecto algo inadecuado. La mayorÃa eran un poco horteras, con pinta de guapos de discoteca o de animales de gimnasio. En fin, nada ajustado a lo que ella querÃa. Porque Mario era... Era tan atractivo, tan viril, con ese cuerpazo y esos ojos verdes. Informático, cuarenta años. Naturalmente elegante. Naturalmente inteligente. No demasiado culto, pero ansioso por saber. Una esponja. Por ejemplo, se habÃa aficionado a la ópera con ella. Soledad habÃa desarrollado su gusto musical. En el año y pico que estuvieron juntos, le regaló varios cedés, grabaciones memorables y exquisitas. Y ahora la traicionaba asÃ. Con la otra. Con su mujer.
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